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De amor y de muerte

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tranquilizó, porque no vieron rastros humanos en los alre<strong>de</strong>dores, sólo una choza <strong>de</strong><br />

lástima abandonada al viento y a la maleza, a unos cien metros <strong>de</strong> la mina. Media<br />

techumbre se la había llevado el viento, una pared yacía en el suelo y la vegetación<br />

invadía el interior, cubriendo todo con una alfombra <strong>de</strong> pasto silvestre. Tanto <strong>de</strong>sierto y<br />

olvido en un sitio cercano a Los Riscos y a la carretera, les pareció bastante extraño.<br />

--Tengo miedo-- susurró Irene.<br />

--Yo también.<br />

Abrieron el termo y bebieron un largo trago <strong>de</strong> café, que les reconfortó el cuerpo y el<br />

alma. Bromearon con la i<strong>de</strong>a <strong>de</strong> que todo eso era un juego y trataron <strong>de</strong> contagiarse uno<br />

a otro con la creencia <strong>de</strong> que nada malo podía ocurrirles, protegidos como estaban por<br />

algún espíritu benefactor. Era una clara noche <strong>de</strong> luna y pronto se acostumbraron a la<br />

penumbra.<br />

Tomaron el pico y la linterna y se dirigieron al socavón. No habían visto jamás una mina<br />

por <strong>de</strong>ntro y la imaginaban como una caverna hundida en la tierra a tremenda<br />

profundidad. Francisco recordó que la tradición prohibía la presencia <strong>de</strong> mujeres en las<br />

minas, porque acarrean <strong>de</strong>sastres subterráneos, pero Irene se burló <strong>de</strong> esa superstición,<br />

<strong>de</strong>cidida a seguir a<strong>de</strong>lante <strong>de</strong> todos modos.<br />

Francisco atacó la entrada con su herramienta. Tenía escasa habilidad para los trabajos<br />

rudos, apenas sabía usar el pico y comprendió que la labor sería más larga <strong>de</strong> lo previs<br />

jto. Su amiga no intentó ayudarlo, sino que se sentó en una roca, arropada en su chaleco,<br />

<strong>de</strong>fendiéndose <strong>de</strong> la brisa que corría entre los cerros encajonados. Cualquier sonido<br />

extraño la sobresaltaba. Temía la presencia <strong>de</strong> alimañas o, peor aún <strong>de</strong> soldados<br />

acechando en las cercanías. Al principio procuraron no hacer ni el menor ruido, pero<br />

pronto se resignaron a lo inevitable, porque el golpe <strong>de</strong>l hierro contra las piedras se<br />

difundía por los montes cercanos, lo atrapaba el eco y lo repetía mil veces. Si hubiera<br />

patrullaje en la zona, como indicaba el aviso, no tendrían escapatoria. Antes <strong>de</strong> media

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