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Los muros del pasadizo que conducía al sepulcro eran una sucesión de

cuadros raros que representaban a seres humanos esclavizados, orcos, elfos y

otras criaturas. Cada uno de los frescos aparecía exactamente donde se

señalaba en el módulo original de Dragones y mazmorras. Yo sabía que,

ocultas entre las piedras del suelo había varias trampas de muelle. Si las

pisabas, se abrían de golpe y te arrojaban a un hueco lleno de púas de hierro

envenenadas. Pero, como la localización de aquellas trampillas figuraba con

claridad en el mapa que llevaba, logré esquivarlas.

Hasta el momento, todo seguía al pie de la letra según constaba en el

módulo original. Si sucedía lo mismo con el resto de la tumba, tal vez

pudiera sobrevivir hasta localizar la Llave de Cobre. Había sólo unos

cuantos monstruos acechando en aquella mazmorra —una gárgola, un

esqueleto, un zombi, algunos áspides, una momia y el malvado cadáver

viviente, Acererak en persona—. Como el mapa me indicaba dónde se

ocultaban, en principio debería ser capaz de evitar enfrentarme a ellos. A

menos, claro, que la Llave de Cobre se hallara en poder de alguno. Y no me

costaba adivinar en quién recaería, más probablemente, aquel honor.

Intentaba avanzar con cautela, como si no tuviera la menor idea de con

qué iba a encontrarme.

Tras evitar la Esfera de la Aniquilación, al fondo del pasadizo, encontré

una puerta oculta junto a la última trampilla. La abrí y vi que conducía a otro

corredor que descendía en ligera pendiente. Iluminé la oscuridad con la

linterna, apuntando el haz de luz sobre las paredes de piedra húmedas. El

escenario me hacía sentir como un personaje de película de bajo presupuesto

de ésas de espada y brujería, tipo La espada invencible o El señor de las

bestias.

Inicié el recorrido por la mazmorra, cámara tras cámara. A pesar de

saber dónde se encontraban las trampas, debía proceder con prudencia para

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