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Un caudal constante de administrativos ajetreados, llenos de energía por

un exceso de cafeína, entraban y salían de los ascensores y las puertas de

acceso. Se trataba de empleados corrientes, no de reclutas forzosos. A ellos

se les permitía regresar a sus casas al término de sus jornadas laborales.

Podían incluso dejar el trabajo, si así lo deseaban. Me pregunté si a alguno

de ellos le preocuparía que existieran miles de esclavos reclutados viviendo

y deslomándose allí, en ese mismo edificio, a pocas plantas de donde se

encontraban.

Divisé a dos guardias de seguridad apostados junto al mostrador de

recepción y los evité fundiéndome con la multitud que cruzaba el inmenso

vestíbulo en dirección a la hilera de puertas de cristal automáticas que

conducían al exterior, a la libertad. Me obligué a no correr, mientras me

abría paso entre los trabajadores que llegaban. «Soy sólo un técnico de

mantenimiento, chicos, que regresa a su casa tras una dura noche de trabajo

dedicada a reiniciar routers. Eso es todo. No, está claro que no soy un recluta

atrevido que huye con diez zettabytes de datos robados a la empresa en el

bolsillo. No señor.»

Cuando ya me acercaba a las puertas, fui consciente de que se oía un

ruido raro, y bajé la mirada y me vi los pies. Todavía llevaba las zapatillas

desechables de plástico de recluta. Cada vez que las apoyaba en el suelo

emitían, al contacto con el mármol pulido, un chirrido agudo que se

destacaba entre el rumor del calzado adecuado de los empleados. Era como

si cada uno de mis pasos gritara: «¡Eh, mirad todos! ¡Un tío con zapatillas de

plástico!»

Pero seguí caminando. Ya casi había alcanzado una de las puertas cuando

alguien apoyó la mano en mi hombro.

—¿Señor? —oí que decía alguien. Era una voz de mujer.

Estuve a punto de salir corriendo, pero algo en su tono me retuvo. Al

volverme vi el rostro preocupado de una señora alta de poco menos de

cincuenta años. Llevaba un traje de chaqueta azul oscuro. Y un maletín.

—Señor, le sangra la oreja. —Me la señaló, poniendo cara de dolor—.

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