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dirección y jamás alcanzaba el límite de la plataforma. Si cambiaba de

dirección, la cinta lo captaba y su superficie rodante se adaptaba para

seguirme, manteniéndome en todo momento en el centro. Ese modelo

también estaba equipado con elevadores incorporados, así como con una

superficie amorfa, lo que me permitía simular que caminaba por pendientes

y escaleras.

Quienes deseaban encuentros más «íntimos» en Oasis, también podían

comprar MTAC (Muñecas Táctiles Anatómicamente Correctas). Existían

modelos masculinos, femeninos o duales y estaban disponibles en gran

cantidad de opciones. De piel de látex realista. Con endoesqueletos

accionados con servomotor. Con musculatura simulada. Y con todos los

apéndices y orificios imaginables.

Yo, movido por la soledad, la curiosidad y la ebullición de mis hormonas

adolescentes, había adquirido una MTAC de gama media, la UberBetty

háptica, pocas semanas después de que Art3mis hubiera dejado de hablarme.

Tras pasar varios días muy improductivos en el interior de un burdel

autónomo simulado llamado el Pleasuredome, me había desprendido de ella,

por una combinación de vergüenza y de instinto de conservación. Había

malgastado miles de créditos, había perdido una semana entera de trabajo y

estaba a punto de abandonar la búsqueda del Huevo, cuando me enfrenté a la

dura constatación de que el sexo virtual, por más realista que fuera, no era

más que una forma de masturbación glorificada y asistida por ordenador.

Yo, en el fondo, seguía siendo virgen, seguía viviendo solo en una habitación

oscura, y lo que hacía era tirarme a un robot lubricado. De modo que me

deshice de la MTAC y volví a cascármela como se había hecho siempre.

La masturbación no me avergonzaba en absoluto. Gracias al Almanaque

de Anorak, había empezado a verla como una función corporal normal, tan

necesaria y natural como dormir o comer.

AA 241:87 —Diría que la masturbación supone el caso de

adaptación humana más importante. La piedra de toque de nuestra

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