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colchón, boca abajo, en la misma posición que la noche anterior. Y que la

anterior. Permanecí inmóvil unos minutos, mirando de reojo la hora que

marcaba el reloj de la consola de entretenimiento. Cuando señaló las 7.07 de

la tarde, me di media vuelta y me senté.

—Luces —pronuncié en voz baja.

Ésa había llegado a ser mi palabra favorita de la última semana, además

de sinónimo de «libertad».

Los focos empotrados en el caparazón de mi unidad habitacional se

apagaron, sumiendo el pequeño compartimento en la oscuridad. Si alguien

hubiera estado revisando mis grabaciones en directo, habría distinguido un

breve destello que indicaba que las cámaras pasaban al modo de visión

nocturna. Entonces habría vuelto a resultar claramente visible en los

monitores. Pero, gracias a un sabotaje que había cometido a principios de la

semana, las cámaras de seguridad de mi cabina, así como el audífono, habían

dejado de realizar las tareas que tenían asignadas. De modo que, por primera

vez en ese día, nadie podía espiarme.

Es decir, que a partir de ese momento empezaba lo bueno.

Pulsé la pantalla de la consola de entretenimiento. Se conectó y me

ofreció las mismas opciones que en la primera noche que había pasado allí:

un puñado de documentales formativos y simulaciones, además de la serie

completa de Tommy Queue.

Cualquiera que controlara el uso que daba a mi consola de

entretenimiento vería que me pasaba las noches viendo aquella comedia

hasta que me quedaba dormido, y que, tras terminar el capítulo dieciséis, el

último, empezaba a verla desde el principio una vez más. Los datos de las

grabaciones también mostrarían que me dormía todos los días a la misma

hora, aproximadamente (aunque no exactamente), y que no me despertaba

hasta que sonaba la alarma, a la mañana siguiente.

Pero en realidad, claro, yo no había estado viendo aquella comedia de

mierda por las noches. Ni me había pasado las noches durmiendo. De hecho,

durante la última semana había restringido a dos mis horas diarias de sueño,

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