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nada para impedírselo.

Un día después de la explosión en las Torres, apareció un breve en uno

de los informativos locales. Mostraron una grabación donde unos

voluntarios buscaban restos humanos entre los escombros. Lo que

encontraban estaba en tal estado que excluía toda posibilidad de

identificación.

Al parecer, los sixers habían colocado, en el lugar de los hechos, gran

cantidad de productos químicos y de equipos de fabricación de drogas, para

que pareciera que había estallado un laboratorio de metanfetaminas

camuflado en alguna de las caravanas fijas. Y les salió como esperaban. Los

policías no se molestaron siquiera en investigar los hechos. Las torres se

elevaban muy cerca las unas de las otras y su proximidad al montón de

caravanas aplastadas y calcinadas desaconsejaba usar alguna de las viejas

grúas de construcción para intentar retirarlas. Así pues, las dejaron donde

habían caído, donde iniciarían su lento proceso de oxidación sobre la tierra.

Tan pronto como recibí en mi cuenta el primero de los pagos que me

debían, adquirí un billete de autobús —sólo de ida—, con destino a

Columbus Ohio, que tenía su salida a las ocho de la mañana del día

siguiente. Pagué el suplemento de primera clase, que incluía una butaca más

cómoda y una conexión con mayor ancho de banda. Pensaba pasar gran parte

del largo trayecto metido en Oasis.

Después de reservar el viaje, hice una lista de todo lo que tenía en mi

guarida y metí en una mochila vieja los artículos que decidí llevarme: la

consola de Oasis que entregaban en el colegio, el visor y los guantes, mi

ejemplar desgastado del Almanaque de Anorak, mi Diario del Grial, algo de

ropa y mi ordenador portátil. Todo lo demás se quedaría donde estaba.

Cuando anocheció, salí de la furgoneta, la cerré y arrojé las llaves entre

el montón de chatarra. Me cargué al hombro la mochila y me alejé de las

Torres por última vez. Sin mirar atrás.

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