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llegaban nunca a saldar su deuda y, por tanto, jamás recobraban su libertad.

Cuando te aplicaban todas las deducciones, intereses de demora y

penalizaciones, terminabas debiéndoles más y no menos cada mes. Si

cometías el error de dejarte reclutar, lo más probable es que siguieras

esclavizado de por vida. De todos modos, a mucha gente parecía no

importarle, pues lo veían como un trabajo fijo. Además, de ese modo sabían

que no iban a morir de hambre ni de frío en plena calle.

Mi «contrato de trabajo forzoso» apareció en una ventana de mi

visualizador. Contenía una larga lista de condiciones y advertencias sobre

mis derechos (o, mejor dicho, mi renuncia a ellos desde ese momento en

adelante), en tanto que empleado reclutado. Nancy me pidió que lo leyera, lo

firmara y me dirigiera al Área de Reclutamiento. Acto seguido se desconectó

de la sala de chat. Bajé hasta el final del contrato, sin molestarme en leerlo.

Tenía más de seiscientas páginas. Lo firmé con el nombre de Bryce Lynch y

confirmé mi firma con el escaneado de retina.

Aunque usaba un nombre falso, no estaba seguro de si aquel contrato

sería, de todos modos, legalmente vinculante. Lo cierto es que no me

preocupaba demasiado. Tenía un plan y lo que estaba haciendo formaba

parte de él.

Me condujeron por otro pasillo hasta el Área de Reclutamiento. Me

colocaron en una cinta transportadora que me llevó por una larga sucesión de

estaciones. En primer lugar, me quitaron el mono y los zapatos para

incinerarlos. Después me hicieron pasar por una especie de túnel de lavado

de coches: con distintas máquinas me enjabonaron, frotaron, desinfectaron,

aclararon, secaron y desparasitaron. Después me entregaron otro mono de

trabajo gris y otro par de zapatos de plástico.

En la siguiente parada, un panel de máquinas me sometió a una completa

revisión médica y a varios análisis de sangre. (Afortunadamente, la Ley de

Privacidad Genética prohibía que IOI me tomara muestras de ADN.)

Después me inyectaron diversas vacunas con una sucesión de jeringuillas

automatizadas que, simultáneamente, me pincharon los dos hombros y las

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