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vomitaba en el interior de la máscara. Oí que se activaba una máquina

succionadora, que aspiraba las galletas Oreo regurgitadas y las conducían

por el tubo hasta el suelo. ¿Almacenaban aquello en un tanque externo o se

limitaban a echarlo a la calle? Vete a saber. Seguramente habría un depósito,

para que los de IOI pudieran, luego, analizar el vómito e introducir los

resultados en su archivo.

—¿Estás mareado? —me preguntó uno de los policías mientras me

quitaba la mordaza—. Dímelo ahora, para ponerte la máscara.

—Me encuentro perfectamente —respondí, en tono no demasiado

convincente.

—Como quieras. Pero si me obligas a limpiarte el vómito, te aseguro que

te arrepentirás.

Me metieron dentro y me ataron delante del tipo delgado. Dos de los

agentes se montaron detrás, con nosotros, tras guardar los soldadores en un

armario. Los otros dos cerraron las puertas traseras y se subieron en la

cabina delantera.

Mientras nos alejábamos del bloque de apartamentos, volví la cabeza

para mirar, a través de la ventanilla tintada, el edificio donde había vivido

durante ese año. Conseguí distinguir mi apartamento, el de la planta cuarenta

y dos, porque los cristales estaban pintados de negro. El equipo de embargos

ya debía de haber llegado y seguramente se encontraría dentro. Iban a

separar todo mi equipo por piezas, las inventariarían, etiquetarían,

empaquetarían y prepararían para embargar. Y en cuanto hubieran terminado

de vaciar mi apartamento, una brigada pasaría a limpiarlo y a desinfectarlo.

Después llegaría un equipo de reparaciones a arreglar los desperfectos en la

pared exterior y la puerta. Facturarían los gastos a IOI que, a su vez, los

añadiría a la deuda que tenía contraída con la empresa.

A última hora de la tarde, el afortunado gunter que figurara en primer

lugar en la lista de espera del edificio recibiría un mensaje informándole de

que una unidad había quedado libre y esa misma noche el nuevo inquilino se

instalaría en ella. Al amanecer, todo rastro de que yo lo había ocupado

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