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Mi avatar se materializó frente a mi taquilla, en la segunda planta del

instituto, el lugar exacto en el que me encontraba cuando salí la noche

anterior.

Miré a un lado y a otro del pasillo. Mi entorno virtual parecía casi real

(pero no por completo). El entorno, en el interior de Oasis, se presentaba

detalladamente, en tres dimensiones. Si no te detenías a examinarlo con más

atención, olvidabas fácilmente que cuanto veías estaba generado por

ordenador. Y eso con mi consola Oasis, la que entregaban en la escuela, que

era una mierda. Había oído que si accedías a la simulación con un equipo de

inmersión de última generación, resultaba prácticamente imposible

diferenciar Oasis del mundo real.

Toqué la puerta de la taquilla, que se abrió emitiendo un tenue sonido

metálico. La tenía muy poco decorada por dentro: una foto de la princesa

Leia posando con una pistola de rayos y otra de los Monty Python con sus

disfraces de Los caballeros de la mesa cuadrada. Y la portada de la revista

Time en la que aparecía James Halliday. Me incorporé un poco y rocé los

libros de texto del estante superior, que se desvanecieron para reaparecer en

el inventario de artículos de mi avatar.

Además de aquellos libros de texto, mi avatar contaba apenas con unas

pocas pertenencias: una linterna, una espada corta de hierro, un escudo

pequeño de bronce y una armadura hecha de tiras de cuero. Ninguno de los

artículos tenía poderes mágicos y todos eran de mala calidad, pero eran los

únicos que había podido permitirme. En Oasis, los productos costaban lo

mismo que las cosas del mundo real (en ocasiones incluso más), además de

que no podías usar vales de comida para pagar por ellos. En Oasis, la divisa

era el «crédito», que en aquellos tiempos de incertidumbre se había

convertido en una de las más estables del mundo, más cotizada que el dólar,

la libra, el euro o el yen.

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