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plana, de unos doscientos metros de anchura por trescientos de longitud». La

cima de la colina estaba cubierta de rocas negras, grandes, dispuestas de tal

manera que, si se veían desde muy arriba, parecían las órbitas oculares, los

orificios nasales y los dientes de una calavera humana.

Pero si en Ludus existía algún monte como ése, ¿no lo habría encontrado

alguien ya?

Tal vez no. En Ludus había centenares de grandes bosques repartidos por

su superficie, en los inmensos sectores de tierras despobladas que separaban

los miles de campus escolares. Algunos de ellos eran enormes, se extendían

a lo largo de muchos kilómetros cuadrados. Casi ningún alumno había

puesto jamás los pies en ellos, porque allí no había nada interesante que

hacer ni que ver. Como sucedía con los campos, ríos y lagos, los bosques de

Ludus eran paisajes generados por ordenador, situados allí para rellenar los

espacios vacíos.

Sí, claro, durante las largas estancias en Ludus de mi avatar, y por puro

aburrimiento, había explorado algunos de los bosques a los que podía

llegarse a pie desde mi escuela. Pero sólo había miles de árboles generados

aleatoriamente, así como algún que otro pájaro, algún conejo, alguna ardilla.

(Matar a aquellos seres diminutos no te daba ningún punto de experiencia.

Lo había comprobado.)

De modo que era más que posible que en alguna parte, oculta en algún

fragmento inexplorado de bosque, se hallara una colina cubierta de rocas

dispuestas en forma de calavera humana.

Intenté subir un mapa de Ludus a mi visualizador, pero no pude. El

sistema no me lo permitía, porque todavía estaba en clase. La trampa que

usaba para acceder a los libros de la biblioteca online de la escuela no servía

para el software del atlas de Oasis.

—¡Mierda! —solté, desesperado.

El software de conducta del aula censuró el taco, que ni la señora Rank ni

mis compañeros de clase oyeron. Pero en el visualizador apareció otro aviso:

«Palabra impropia silenciada. ¡Aviso por mala conducta!»

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