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montón de chatarra y desde allí vi una gigantesca columna de humo y llamas

que se elevaba en el otro extremo del barrio.

Seguí al río de gente que corría hacia allá, rodeando el perímetro

meridional de las Torres. La caravana fija de mi tía se había desmoronado,

era una ruina abrasada y humeante, lo mismo que todas las adyacentes. No

quedaba nada, apenas un montón inmenso de metales retorcidos y aún en

llamas.

Me mantuve a distancia, pero una gran multitud de personas se había

adelantado y se congregaba ante mí, tratando de acercarse al incendio todo

lo que podía. Nadie se molestaba siquiera en intentar penetrar en aquel

amasijo de hierros para rescatar a algún posible superviviente. Parecía

evidente que no los habría.

Una viejísima bombona de gas propano pegada a una de las caravanas

aplastadas emitió una pequeña detonación y la gente, presa del pánico, se

dispersó y buscó refugio. Casi al momento se produjo una rápida explosión

en cadena. Los curiosos retrocedieron y ya no volvieron a acercarse mucho

al lugar del incendio.

Los residentes que vivían en las torres cercanas sabían que si el fuego se

propagaba, tendrían graves problemas, por lo que ya había empezado a llegar

mucha gente con intención de combatir el fuego. Usaban mangueras de

jardín, cubos, recipientes grandes y todo lo que encontraban. Poco tiempo,

las llamas estaban controladas y el incendio empezaba a extinguirse.

Mientras lo observaba en silencio, asistía a la circulación de los primeros

rumores entre susurros: la gente decía que seguramente se trataba de otro

accidente en un laboratorio de metanfetaminas o de algún idiota que

pretendía fabricar una bomba casera. Exactamente tal como había anticipado

Sorrento.

Eso fue lo que me sacó de mi estupor. ¿En qué estaba pensando? Los

sixers habían intentado matarme. Seguramente debían de contar con agentes

acechando por la zona, dispuestos a verificar que, en efecto, hubieran

conseguido su objetivo. Y yo, como un imbécil, me paseaba por allí.

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