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filos se hundieron en el costado derecho de Sorrento, creando una lluvia de

chispas y, para mi sorpresa, causándole algunos daños. Cuando el humo se

disipó, descubrí que el brazo le colgaba, sin vida. Había estado a punto de

perderlo a la altura del codo.

—Parece que a partir de ahora tendrás que limpiarte con la mano

izquierda, Sorrento —le gritó Shoto, triunfante.

Después activó los propulsores de Raideen, en dirección a mí y al

castillo. Pero Sorrento ya había hecho girar la cabeza de su dinosaurio y, con

sus ojos azules, radiantes, pretendía atacar a su contrincante.

—¡Shoto! —grité—. ¡Cuidado!

Pero mi voz quedó ahogada por el sonido del rayo que brotaba de la boca

del dragón metálico, y que impactó en el centro de la espalda del robot de

Shoto, haciéndolo explotar en medio de una bola de fuego.

Oí un breve chirrido de electricidad estática en el canal de comunicación.

Volví a llamar a Shoto, pero no respondió. En mi visualizador apareció

entonces un mensaje que me informaba de que el nombre de Shoto acababa

de desaparecer de La Tabla.

Estaba muerto.

Cobrar conciencia de ello me dejó aturdido unos instantes, en un

momento muy inoportuno, porque Sorrento seguía disparando el rayo con un

barrido veloz, un arco que recorría el suelo en diagonal y alcanzaba el muro

del castillo, en mi dirección. Finalmente, cuando reaccioné, ya era

demasiado tarde: Sorrento alcanzó mi robot en la zona inferior del torso, una

fracción de segundo antes de que el rayo cesara.

Bajé la mirada y constaté que la mitad inferior de mi robot acababa de

explotar. Todos los indicadores de alerta de la cabina empezaron a emitir

destellos, mientras mi mecano se desintegraba en el cielo, partido en dos

mitades humeantes.

No sé cómo tuve la presencia de ánimo de levantar la mano y tirar del

mando de eyección situado encima del asiento. El techo de la cabina se abrió

y de un salto salí del robot en pleno descenso, instantes antes de que

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