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metros, en la acera. Se trataba de un SunRider color café, de unos seis

metros de largo y al menos dos décadas de antigüedad. Un entramado de

placas solares cubría el techo y casi toda la carrocería, por lo demás muy

oxidada. Las ventanas estaban tintadas de negro y me impedían ver el

interior.

Aspiré hondo y crucé la calle cubierta de nieve medio derretida, invadido

por una mezcla de temor y emoción. Cuando me acerqué al vehículo una de

las puertas correderas del lado derecho, en el centro, se abrió y una escalera

se deslizó hasta el suelo. Subí al coche y la puerta corredera se cerró al

momento. Había accedido a la pequeña cocina de la casa rodante. Estaba en

penumbra, su única iluminación provenía de los focos ocultos en el suelo

enmoquetado. A mi izquierda, al fondo, estaba el área del dormitorio, que

encajaba sobre el compartimento de las baterías de la casa rodante. Me di la

vuelta, crucé la cocina oscura y descorrí la cortina que separaba el espacio

habitable de la cabina del conductor.

Y allí descubrí, sentada al volante, a una robusta joven afroamericana

que mantenía la mirada fija al frente. Tenía aproximadamente mi misma

edad, el pelo corto y rizado, y una piel color chocolate que parecía

iridiscente, iluminada por las luces tenues del salpicadero. Llevaba una

camiseta vintage de concierto 2112 de Rush, cuyos números oscilaban

amoldándose a la forma de su generoso pecho. También tenía puestos unos

vaqueros y unas botas de combate viejas, con tachuelas. Aunque la

temperatura era agradable en el interior de la cabina, ella parecía temblar.

Permanecí un momento en silencio, de pie, contemplándola, esperando a

que me demostrara de algún modo que sabía que me encontraba allí.

Finalmente se volvió y me dedicó una sonrisa, y yo la reconocí al momento:

era el mismo rictus de gato de Cheshire que había visto miles de veces

dibujado en el rostro del avatar de Hache, durante las incontables noches que

habíamos pasado juntos en Oasis, explicándonos chistes malos y viendo

películas baratas. Su sonrisa no era lo único que me resultaba familiar.

También reconocía la forma de sus ojos, las líneas del rostro. Para mí no

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