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algunas de las torres repartidas por la ciudad entera). La luz del sol apenas

alcanzaba las plantas bajas (conocidas como «El Suelo»). Las oscuras y

estrechas franjas de tierra que quedaban entre una torre y otra estaban

atestadas de coches y camiones abandonados, con los depósitos de gasolina

vacíos y las vías de salida bloqueadas desde hacía mucho tiempo.

Uno de nuestros vecinos, el señor Miller, me había contado una vez que

aquellos parques de caravanas fijas habían empezado siendo conjuntos de

unas pocas viviendas móviles distribuidas en hileras perfectamente

ordenadas, de una sola planta. Pero que, después del colapso del petróleo y

del inicio de la crisis energética, las grandes ciudades se habían visto

inundadas de refugiados de las zonas residenciales circundantes, y de las

áreas rurales, lo que causó una gran escasez de viviendas. Los terrenos,

desde los que podía llegarse a pie a las grandes ciudades, se convirtieron de

pronto en bienes demasiado preciados para malgastarlos en campamentos de

caravanas, por lo que a alguien se le ocurrió la brillante idea, como decía el

señor Miller, de «apilar a las hijaputas» para optimizar el suelo disponible.

Y la idea fue un éxito y por todo el país aquellos parques se convirtieron en

«torres» como la nuestra. Un extraño híbrido de barrio de chabolas,

asentamiento de okupas y campo de refugiados. Podían verse ya en las

afueras de casi todas las ciudades importantes, llenas de desplazados de

clase baja, como mis padres, que en su búsqueda desesperada de empleo,

comida, electricidad y acceso fiable a Oasis, habían abandonado sus

pequeñas localidades y usado la última gasolina que les quedaba (o sus

bestias de carga) para trasladar a sus familias, sus casas rodantes y caravanas

hasta la metrópolis más cercana.

Cada una de las torres de nuestro parque contaba por lo menos con

quince plantas (en algunas de ellas, de vez en cuando, además de caravanas

fijas se intercalaban roulottes, casas rodantes, furgonetas y contenedores de

barcos de carga, para que no faltara variedad). En los últimos años, casi

todas las torres habían alcanzado una altura de veinte unidades o más, lo que

inquietaba a muchos. Los derrumbamientos eran bastante frecuentes, y si el

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