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Estudié a los Monty Python. Y no sólo Los caballeros de la mesa

cuadrada. Todas sus películas, discos y libros, además de los episodios de la

serie original de la BBC. (Incluidos aquellos dos capítulos «perdidos» que

realizaron para la televisión alemana.)

No estaba dispuesto a saltarme nada.

Ni a dejar escapar nada obvio.

No sé dónde exactamente, pero en algún punto empecé a excederme.

De hecho, es posible que estuviera empezando a volverme un poco loco.

Vi todos los episodios de El gran héroe americano, Lobo del aire, El

Equipo-A, El coche fantástico, Un equipo muy especial y Los teleñecos.

¿Y Los Simpson?, os preguntaréis.

Sabía más cosas sobre Springfield que sobre mi propia ciudad.

¿Y Star Trek?

También había hecho los deberes. La Serie Original, La Nueva

Generación, Espacio Profundo 9. Incluso Voyager y Enterprise. Las vi

todas, en orden cronológico. También las películas.

«Phasers apuntando a objetivo.»

También hice un curso intensivo sobre los dibujos animados que se

emitían los sábados por la mañana en los ochenta.

Me aprendí los nombres de todos los putos últimos Gobots y

Transformers.

La tierra perdida, Thundarr el Bárbaro, He-Man, Schoolhouse Rock!, G.

I. Joe. Los conocía todos. Porque, como decía G. I. Joe: «¡Saber es la mitad

de la batalla!»

¿Quién era mi amigo cuando las cosas se ponían difíciles? El dragón H.

R. Pufnstuf.

¿Japón? ¿Que si estudié las series y películas japonesas?

Pues sí. Más bien sí. Las de animación (anime) y acción real. Godzilla,

Gamera, Star Blazers, Los gigantes del espacio, G-Force y Meteoro. «Go,

speed racer, go.»

Yo no era un aficionado cualquiera.

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