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su vida en un aislamiento autoimpuesto, durante el que (si había que hacer

caso de los rumores) había enloquecido por completo.

Así que la noticia bomba que dejó a todo el mundo boquiabierto, la

revelación que hizo que, desde Tokio hasta Toronto, la gente se cagara en los

cereales del desayuno, tenía que ver con las últimas voluntades y el

testamento de Halliday, con el destino de su inmensa fortuna.

Halliday había preparado un breve mensaje de vídeo y había dispuesto

que los medios de comunicación lo emitieran en el momento de su muerte.

También ordenó que se enviara por e-mail una copia del vídeo a todos los

usuarios de Oasis esa misma mañana. Todavía recuerdo aquel aviso

electrónico, aquel sonido como de campanilla, cuando llegó a mi bandeja de

entrada apenas segundos después de que hubiera oído la noticia en el

informativo.

Aquel mensaje de vídeo era, de hecho, un cortometraje muy bien

producido titulado Invitación de Anorak. Excéntrico como era, Halliday

había mantenido a lo largo de su vida una obsesión por los años ochenta del

siglo XX, la década que había coincidido con su adolescencia, e Invitación

de Anorak estaba plagado de lo que posteriormente descubrí eran veladas

referencias a la cultura pop de aquellos años, aunque casi todas ellas se me

pasaron por alto la primera vez que lo vi.

De principio a fin duraba poco más de cinco minutos, y en los días y

semanas que siguieron se convertiría en el documento audiovisual más

analizado de la historia, superando incluso al del asesinato de Kennedy en

Dallas, captado por Abraham Zapruder, si tenemos en cuenta el número de

veces que fue estudiado fotograma por fotograma. Todos los miembros de

mi generación llegaríamos a aprendernos de memoria el mensaje de

Halliday, de cabo a rabo.

Invitación de Anorak se inicia con el sonido de las trompetas de los

primeros compases de una canción antigua llamada Dead Man’s Party.

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