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Después de comer regresé al colegio y me dispuse a asistir a mi clase

favorita: Estudios Avanzados de Oasis. Se trataba de una asignatura optativa

del último curso en la que se aprendía la historia de la simulación y de sus

creadores. En esa materia iba a sacar un sobresaliente, seguro.

Durante los cinco años anteriores había dedicado mi tiempo libre a

aprender todo lo posible sobre James Halliday. Había estudiado de manera

exhaustiva su vida, logros, intereses. Había leído las diez o doce biografías

sobre él, publicadas tras su muerte. También se habían hecho varios

documentales, y los había visto todos. Había analizado todas y cada una de

las palabras que Halliday había escrito y había jugado a los videojuegos que

había creado. Tomaba apuntes, anotaba los detalles que me parecía que

podían estar relacionados con La Cacería. Lo apuntaba en un cuaderno (que

había empezado a llamar mi Diario del Grial tras ver la tercera película de

la serie de Indiana Jones).

Cuanto más aprendía sobre la vida de Halliday, más lo mitificaba. No en

vano era un dios para los geeks. Una superdeidad para los obsesos de los

ordenadores, a la altura de Gygax, Garriott y Wozniak. Se había ido de casa

al terminar la secundaria llevándose consigo sólo su imaginación e ingenio,

que había usado para alcanzar fama mundial y amasar una inmensa fortuna.

Casi sin ayuda de nadie había creado una realidad totalmente nueva, que

proporcionaba una vía de escape a la práctica totalidad de la humanidad. Y,

por si fuera poco, había convertido sus últimas voluntades y su testamento

en la mejor competición de todos los tiempos.

De modo que me pasé casi toda la hora que duró la clase de Estudios

Avanzados de Oasis metiéndome con nuestro profesor, el señor Ciders,

señalándole los errores que aparecían en el libro de texto y levantando la

mano para aportar detalles sobre la vida de Halliday que consideraba

relevantes y que a mí (y sólo a mí) me parecían, además, interesantes. Tras

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