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su alrededor. Sobre cada una de ellas reposaba un ordenador personal clásico

distinto, o un sistema de videojuego, acompañado de estantes que parecían

contener una colección completa de periféricos, controles, software y juegos.

Todo ello se veía perfectamente ordenado, como si se tratara de la

exposición de algún museo. Eché un vistazo general alrededor, pasando de

un sistema a otro y vi que los ordenadores parecían ordenados,

aproximadamente, según su año de fabricación. Un PDP-1. Un Altair 8-800.

Un IMSAI 8080. Un Apple I junto a un Apple II. Un Atari 2600. Un

Commodore PET. Un Intellivision. Varios modelos de TRS-80. Un Atari 400

y otro 800. Un ColecoVision. Un TI-99/4. Un Sinclair ZX80. Un

Commodore 64. Varios sistemas de juegos Nintendo y Sega. Toda la saga de

Mac y PC, Playstation y Xbox. Finalmente, cerrando el círculo, ocupando el

centro de la sala había una consola de Oasis conectada al equipo de

inmersión.

Me di cuenta de que me hallaba en el interior de una recreación de la

oficina de Halliday, el espacio de su mansión donde había pasado la mayor

parte de los últimos quince años de su vida; el lugar en el que había creado

su último juego, el mejor de todos, al que yo estaba jugando en ese

momento.

Nunca había visto imágenes de aquella habitación, pero los encargados

de la mudanza que, tras la muerte de Halliday, se habían ocupado de llevarse

las cosas, habían descrito la distribución y el contenido con gran profusión

de detalles.

Me fijé en mi avatar y vi que su aspecto ya no era el de un caballero de

Monty Python. Volvía a ser Parzival.

Primero intenté lo más evidente, que era salir por la puerta. Pero ésta,

claro está, no se abría.

Me volví y eché otro vistazo a la sala, fijándome mejor en la larga hilera

de monumentos de la historia de la informática y los videojuegos.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de que la forma ovalada en la que

estaban dispuestas las mesas creaba, de hecho, el perfil de un huevo.

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