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suelo estaba cubierto por una gran alfombra oriental. Los muebles eran

antiguos, como los que había visto en películas de los años cuarenta del siglo

XX, y estaban distribuidos por toda la estancia. En la pared occidental se

destacaba una puerta con personajes extraños tallados en ella. Y frente a ella,

en la pared opuesta, la preciosa vitrina de los trofeos. Estaba vacía. En lo

alto reposaba una linterna de pilas y, sobre ella, colgada en la pared, una

espada brillante.

Agarré la espada y la linterna, enrollé la alfombra oriental y, al hacerlo,

descubrí una trampilla que sabía que encontraría precisamente allí. Al

abrirla apareció la escalera que conducía al sótano oscuro.

Encendí la linterna. Mientras descendía por la escalera, la espada

empezó a centellear.

Yo seguía remitiéndome a las notas que había escrito sobre Zork en mi

Diario del Grial, que me recordaban exactamente cómo debía avanzar por el

juego y su laberinto de habitaciones, pasadizos y enigmas. Así fui

recogiendo los diecinueve tesoros repartidos por la casa, que llevé en varios

viajes hasta el salón donde los coloqué en la vitrina. Por el camino tuve que

enfrentarme a PNJ: un troll, un cíclope y un ladrón muy molesto. En cuanto

al legendario Grue, el monstruo que acechaba en la oscuridad con la

esperanza de devorarme como cena, me limitaba a evitarlo. Excepto el

silbato del Capitán Crunch oculto en la cocina, no encontré más sorpresas ni

desviaciones del juego original. Para resolver aquella variante de inmersión

en tres dimensiones, del juego de Zork, lo que había que hacer era

simplemente ejecutar las mismas acciones exigidas para superar el juego

original basado en órdenes de texto. Corriendo a toda velocidad y sin

detenerme nunca a observar ni a reflexionar sobre nada, logré completar el

juego en veintidós minutos.

Poco después de conseguir el último de los diecinueve tesoros —un

diminuto adorno de latón— en mi visualizador apareció un aviso que me

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