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Mi categoría soñada, la del mejor concursante del programa de preguntas

y respuestas de televisión.

Me bajaba todos los juegos mencionados o referenciados en el

Almanaque de Anorak, desde Akalabeth hasta Zaxxon. Y jugaba a ellos hasta

dominarlos. Sólo entonces pasaba al siguiente.

Os asombraría saber todo lo que se puede investigar cuando uno no tiene

vida propia. Doce horas al día, siete días a la semana, son un montón de

horas destinadas al estudio.

Estudiaba todos los géneros de videojuegos, todas las plataformas. Los

clásicos de arcade, los de ordenadores personales, los de consolas, los de

videoconsolas portátiles. Aventuras basadas en textos, videojuegos de

tiroteos con planos subjetivos, juegos de rol en tercera persona. Clásicos

viejísimos de 8, 16 y 32 bits escritos en el siglo pasado. Cuanto más difícil

resultaba ganar en algún juego, mejor lo pasaba. Y mientras practicaba con

aquellas reliquias digitales antiguas, noche tras noche, año tras año,

descubría que aquello se me daba bien. Era capaz de dominar casi todos los

videojuegos de acción en cuestión de horas y no había aventura ni juego de

rol que no lograra resolver. No me hacía falta recurrir a atajos ni a códigos

trampa. Todo encajaba. Y lo que mejor se me daba eran los juegos de las

viejas máquinas arcade, las que funcionaban con monedas. Cuando estaba en

racha con alguno de esos clásicos rapidísimos, Defender, por ejemplo, me

sentía como un halcón en pleno vuelo, o como un tiburón debía de sentirse

nadando en el fondo marino. Por primera vez, sabía lo que era haber nacido

para algo. Tener un don.

Pero no había sido mi afición a las películas antiguas, a los cómics, a los

videojuegos, la que me había llevado hasta la primera pista real. La primera

pista me llegó mientras estudiaba la historia de los primeros juegos de rol

tradicionales, los de lápiz y papel.

Impresos en la primera página del Almanaque de Anorak figuraban los

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