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noventa y tres centavos de dólar.

Estaba a punto de enfilar la calle de Halliday cuando oí una fanfarria de

trompetas. Levanté la vista hasta La Tabla de Puntuación, que mantenía

abierta en una esquina del visualizador.

Art3mis lo había conseguido.

Su nombre aparecía inmediatamente debajo del mío. Tenía nueve mil

puntos; mil menos que yo. Al parecer, yo había recibido esa propina por ser

el primer avatar en obtener la Llave de Cobre.

Por primera vez fui consciente de todas las implicaciones de aquella

Tabla: a partir de ese momento, su existencia no sólo permitiría a los gunters

seguir la pista del avance de los demás, sino que también mostraría al

mundo quiénes eran los que la encabezaban en un momento dado, lo que

crearía, de paso, famosos instantáneos (y objetivos urgentes de batir).

Yo sabía que, en ese preciso instante, Art3mis debía de estar observando

su copia de la Llave de Cobre, leyendo la pista que llevaba grabada en su

superficie. Estaba seguro de que sería capaz de descifrarla tan deprisa como

lo había hecho yo. De hecho, lo más probable era que ya se encontrara

camino a Middletown.

Volví a ponerme en marcha. Sabía que sólo contaba con una hora de

ventaja sobre ella. Tal vez menos.

Al llegar a la avenida Cleveland, la calle de aceras cuarteadas donde

Halliday se había criado, aceleré el paso hasta alcanzar los primeros

peldaños de la casa de su infancia. Su aspecto externo era idéntico al de las

fotografías que había visto: un edificio modesto de estilo colonial, de dos

plantas, con fachada revestida de vinilo rojo. Dos sedanes Ford de finales de

los setenta estaban aparcados en el camino que conducía hasta ella, uno de

ellos sin ruedas, montado sobre unos ladrillos de hormigón.

Mientras contemplaba la réplica de la casa que Halliday había creado,

intentaba imaginar cómo habría sido crecer en un lugar como ése. Había

leído que en la Middletown real, la de Ohio, todas las casas de la calle

habían sido derribadas a mediados de los noventa para poder construir una

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