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medio kilómetro. Se trataba de una protección impenetrable e indestructible,

que podía pulverizar prácticamente todo lo que la rozara. También podía

mantenerse activa indefinidamente, siempre que el hechicero que manejara

el orbe permaneciera inmóvil y no separara las manos del artefacto.

En los días que siguieron, los gunters hicieron todo lo posible por

traspasar el escudo. Recurrieron a la magia. A la tecnología. A la

teletransportación. A los contrahechizos. A otros artefactos. Pero nada

funcionaba. No había modo de vencer su resistencia.

Un clima de desesperanza se apoderó de la comunidad gunter. Los que

concursaban por su cuenta, y los que se agrupaban en clanes, todos parecían

dispuestos a tirar la toalla. Los sixers estaban en posesión de la Llave de

Cristal y del acceso exclusivo a la Tercera Puerta. Todo el mundo coincidía

en que el Fin estaba cerca, en que La Cacería estaba «muerta y enterrada».

Mientras se desarrollaban esos acontecimientos, yo, no sé cómo, logré

mantener la calma. Cabía la posibilidad de que los sixers no hubieran

descubierto aún el modo de abrir la Tercera Puerta. Contaban con todo el

tiempo del mundo, sí. Podían permitirse el lujo de ser lentos y metódicos.

Tarde o temprano se toparían con la solución.

Pero yo me negaba a claudicar. Hasta que un avatar llegara al Huevo de

Pascua de Halliday, todo era posible.

Como sucedía en los videojuegos clásicos, La Cacería había llegado a un

nivel superior, más difícil. Y los niveles nuevos solían requerir de nuevas

estrategias.

Empecé a diseñar un plan. Un plan valiente y descabellado para cuyo

éxito haría falta tener mucha, mucha suerte. Lo puse en marcha enviando

correos a Art3mis, Hache y Shoto. En mi mensaje les revelaba en qué punto

exacto se encontraba la Segunda Puerta y cómo obtener la Llave de Cristal.

Cuando estuve seguro de que los tres lo habían recibido, puse en marcha la

siguiente fase de mi estrategia. Era la que más me aterraba, porque sabía

que, muy probablemente, terminarían matándome. Pero, llegado a ese punto,

aquello ya no me importaba.

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