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0037

Me encontré ante un espacio inmenso, oscuro y vacío. No veía paredes ni

techo, pero parecía haber un suelo, puesto que yo me apoyaba sobre algo.

Aguardé unos segundos, sin saber bien qué hacer. Entonces, una voz

electrónica, atronadora, resonó en el vacío. Parecía generada por un

sintetizador de voz primitivo, de los que se usaban en los juegos Q*Bert y

Gorf.

«¡Supera la puntuación máxima o serás destruido!», anunció la voz. En

ese momento apareció un haz de luz surgido de las alturas. Y allí, frente a

mí, en la base de aquella alta columna de luz, vi una consola de pie antigua,

de las que funcionaban con monedas. Reconocí al instante su forma

angulosa. Era la Tempest, de Atari. 1980.

Cerré los ojos y bajé la cabeza.

—Mierda —murmuré—. Éste no es el juego que se me da mejor, chicos.

—Vamos —oí que susurraba Art3mis—. Seguro que sabías que La

Tempestad jugaría un papel importante en la Tercera Puerta de algún modo.

Era evidente.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Por la cita de la última página del Almanaque —respondió ella—.

«Pero tengo que hacer difícil este rápido asunto, no sea que ganarlo con

demasiada facilidad haga ligero el premio.»

—Conozco perfectamente la cita —me defendí, enojado—. Es de

Shakespeare. Pero creía que era sólo la manera que tenía Halliday de

decirnos que iba a poner las cosas muy difíciles en La Cacería.

—Y lo era —insistió Art3mis—. Pero también se trataba de una pista.

Esa cita está sacada de La Tempestad, la última obra que escribió

Shakespeare.

—¡Mierda! —exclamé en voz baja—. ¿Cómo pude pasarlo por alto?

—Pues yo tampoco lo relacioné —confesó Hache—. Bravo, Art3mis.

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