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Ahí, de pie, iluminado por la luz mortecina de los fluorescentes de mi

minúsculo apartamento, no había modo de escapar a la verdad: En la vida

real, yo no era más que un ermitaño antisocial. Un recluso. Un geek pálido y

obsesionado con la cultura pop. Un agorafóbico sin amigos, sin verdaderos

contactos humanos. Era sólo otra alma triste, perdida y solitaria, que

malgastaba su vida en un videojuego mitificado.

Pero en Oasis, no. Allí era el gran Parzival. El gunter mundialmente

famoso, la celebridad internacional. La gente me pedía autógrafos. Tenía

clubes de fans. Varios, para ser exactos. Me reconocían allá donde iba

(únicamente cuando yo quería). Me pagaban por dar mi aval a productos. La

gente me admiraba y me tenía en cuenta. Me invitaban a las fiestas más

exclusivas. Acudía a las discotecas de moda sin tener que hacer cola. Era un

icono de la cultura popular, una estrella del rock de la realidad virtual. Y, en

los círculos de gunters, era una leyenda. Un dios.

Me senté y me coloqué los guantes y el visor. Una vez verificada mi

identidad, apareció frente a mí el logo de Gregarious Simulation Systems,

seguido de la frase de inicio.

Saludos, Parzival

Por favor, pronuncia tu contraseña.

Carraspeé y lo hice. A medida que pronunciaba las palabras, aparecían en

el visualizador. «No one in the world ever gets what they want, and that is

beautiful.»

Se hizo una breve pausa y entonces Oasis fue surgiendo a mi alrededor y

yo solté un suspiro imaginario de alivio.

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