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claro. Tu propio equipo de inmersión de última generación…

—Un momento —lo interrumpí, levantando una mano—. ¿Me está

diciendo que tendría que vivir en el rascacielos de IOI? ¿Con usted? ¿Y

todos los demás laca…, los demás ovólogos?

Asintió.

—Sólo hasta que encontremos el Huevo.

Reprimí las ganas de vomitar.

—¿Y qué hay de las ventajas laborales? ¿Contaría con seguro médico

privado? ¿Dentista? ¿Oftalmólogo? ¿Dispondría de las llaves del baño

ejecutivo? ¿Chorradas de ésas?

—Por supuesto. —Sorrento empezaba a impacientarse—. ¿Y bien? ¿Qué

dices?

—¿Puedo pensarlo durante unos días?

—Me temo que no —contestó—. En unos días esto habrá terminado.

Necesitamos que nos respondas ahora.

Me eché hacia atrás y clavé la vista en el techo, fingiendo que

consideraba su oferta. Sorrento aguardaba, sin quitarme los ojos de encima.

Estaba a punto de soltarle la respuesta que llevaba preparada cuando levantó

la mano.

—Escúchame una vez más antes de responderme —dijo—. Ya sé que la

mayoría de los gunters se aferra a la idea absurda de que IOI es mala. Y de

que los sixers son unos despiadados zánganos, unos sicarios sin honor ni

respeto por el «verdadero espíritu» del concurso. De que todos nosotros

somos unos vendidos. ¿No tengo razón?

Asentí, y tuve que morderme la lengua para no añadir: «Eso por decirlo

finamente.»

—Bien, pues eso es ridículo —prosiguió, esbozando una sonrisa paternal

que, según sospechaba, debía de haber sacado del software de diplomacia

que usara—. Los sixers no se diferencian en nada de cualquier clan de

gunters, salvo en que disponen de más fondos. Nosotros compartimos las

mismas obsesiones que los gunters. Y la misma meta.

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