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informarles de mis intenciones. Ellos no podían hacer nada para ayudarme y

lo más probable era que intentaran disuadirme.

Además, ya no había vuelta atrás.

Cerré La Tabla y eché un vistazo a mi fortaleza, sin saber si sería la

última vez que lo hacía. Aspiré hondo varias veces seguidas, como un

buceador preparándose para una inmersión, y pulsé la tecla de desconexión.

Oasis desapareció y mi avatar reapareció en el interior de mi oficina virtual,

una simulación autónoma almacenada en el disco duro de mi consola. Abrí

una ventana de ésta y tecleé las palabras clave para activar la secuencia de

autodestrucción: TORMENTA DE MIERDA.

En mi visualizador apareció un indicador de tiempo restante que

mostraba que mi disco duro estaba siendo eliminado y limpiado.

—Adiós, Max —susurré.

—Adiós, bye-bye, Wade —dijo él, segundos antes de ser borrado.

Sentado en mi silla háptica, notaba ya el calor que procedía del otro lado

de la habitación. Al quitarme el visor me di cuenta de que el humo había

empezado a colarse por los agujeros abiertos en la puerta y las paredes. Los

purificadores de aire instalados en mi apartamento no podían absorber tanto.

Empecé a toser.

El policía que trabajaba en la puerta terminó de recortar el agujero. El

círculo metálico, humeante, cayó al suelo con tanto estrépito que me asustó.

El soldador dio un paso atrás, al tiempo que otro agente se adelantaba y

usaba un bote de espray para rociar una especie de espuma congelante sobre

el borde del agujero. De ese modo se aseguraban de que no iban a quemarse

cuando pasaran por él, lo que estaban a punto de hacer.

—¡Despejado! —gritó uno de ellos desde el pasillo—. No hay armas a la

vista.

El primero en colarse por el agujero fue uno de los dos agentes que

llevaban los rifles inmovilizadores. De pronto me lo encontré de pie, delante

de mí, con el arma apuntándome a la cara.

—¡No te muevas! —me gritó—. No te muevas o te llevas el premio.

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