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calibrando a su rival.

Estiré los brazos, hice girar la cabeza y el cuello varias veces, y

chasquear los nudillos.

Cuando eché los veinticinco centavos en la ranura de la izquierda, el

juego emitió un sonido electrónico que me resultó familiar. Pulsé el botón

de un solo jugador y el primer laberinto apareció en pantalla.

Rodeé el joystick con la mano derecha y empecé a jugar guiando a mi

protagonista con forma de pizza a través de laberintos y más laberintos.

«Waka-waka-waka-waka…»

El entorno sintético que me rodeaba fue desapareciendo a medida que me

concentraba en el juego y me perdía en su antigua realidad bidimensional.

Igual que en el caso de Dragones y mazmorras, jugaba a una simulación

dentro de otra simulación. A un juego dentro de otro juego.

Realicé varios inicios en falso. Jugaba durante una hora, incluso dos.

Pero entonces cometía un pequeño error y tenía que desenchufar y enchufar

la máquina de nuevo para empezar de cero. Pero ya iba por el octavo intento

y había jugado durante seis horas sin parar. Y lo estaba haciendo

estupendamente. Por el momento, esa partida me estaba saliendo perfecta.

Había pasado doscientas cincuenta y cinco pantallas y no había cometido un

solo fallo. Había conseguido cargarme a los cuatro fantasmas con todas las

pildoras de fuerza (hasta llegar al laberinto dieciocho, a partir del cual

dejaban de volverse azules), y me había comido todas las frutas, pájaros,

campanas y llaves que habían aparecido y que daban puntos extra, sin morir

ni una sola vez.

Me encontraba en medio de la mejor partida de mi vida. Era ésa. Lo

sentía. Finalmente, todo iba encajando. Notaba la fuerza en mi interior.

En cada laberinto había un punto, justo por encima de la posición de

inicio, donde era posible ocultar a Pac-Man durante un máximo de quince

minutos. En esa ubicación los fantasmas no te encontraban. Recurriendo a

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