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quién era, pero ese día yo no estaba para clemencias. Después de cargarme a

la tripulación, aparqué mi Ala-X en la bodega y regresé a casa con mi nueva

nave.

Mientras me acercaba a la Vonnegut, la rampa de carga se desplegó hasta

tocar el suelo del hangar. Al alcanzar la cabina, la nave ya había iniciado el

despegue. Y cuando apenas me había sentado a los mandos oí que los

dispositivos de aterrizaje se replegaban con un ruido sordo.

—Max, cierra la casa y pon rumbo a Archaide.

—Sí, mi ca-ca-ca-pitán —tartamudeó Max desde uno de los monitores

del centro de mando.

Las puertas correderas del hangar se abrieron y la Vonnegut salió

despedida por el túnel de lanzamiento al espacio estrellado. Una vez allí las

puertas blindadas del túnel volvieron a cerrarse.

Divisé varias naves suspendidas sobre la órbita de Falco. Los

sospechosos habituales: fans chiflados, aspirantes a discípulos y cazadores

de botín. Algunos de ellos —los que en ese momento se ponían en marcha

para seguirme— eran mis «lapas», gente que pasaba casi todo su tiempo

intentando seguir a gunters famosos y obtener información sobre ellos para

poder venderla luego. Yo siempre les daba esquinazo navegando a la

velocidad de la luz. Y eso era lo mejor que podía sucederles; porque si por lo

que fuera no lograba librarme de ellos, muchas veces no me quedaba más

remedio que detenerme y matarlos.

Cuando la Vonnegut alcanzó la velocidad de la luz, cada uno de los

planetas que aparecían en mi pantalla se convirtió en una larga estela de luz.

—Ve-ve-ve-locidad de la luz alcanzada, capitán —informó Max—.

Duración estimada del trayecto, cincuenta y tres minutos. Quince si prefieres

usar la puerta estelar más próxima.

Había puertas estelares estratégicamente situadas en cada sector. Se

trataba, en realidad, de inmensos teletransportadores del tamaño de naves

espaciales, pero como se cobraba en función de la masa de la nave y de la

distancia por recorrer, generalmente los usaban sólo las empresas o los

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