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flexiones, sentadillas, ejercicio aeróbico, pesas. De vez en cuando, Max me

gritaba algunas palabras de ánimo: «¡Levanta esas patas, nenaza. Hasta que

te duelan!»

Yo ya hacía un poco de ejercicio mientras estaba conectado a Oasis —

cuando entraba en combate con alguien, o cuando corría por los paisajes

virtuales montado en la cinta—, pero pasaba la mayor parte de mi tiempo

sentado en aquella silla, sin apenas moverme. Además, tenía tendencia a

comer más de la cuenta cuando me sentía triste o frustrado, que era casi

siempre. Y, por lo tanto, tenía unos kilos de más. Y como ya no estaba en

muy buena forma, precisamente, había llegado a un punto en el que el traje

táctil casi no me cabía, ni podía sentarme cómodamente en la silla. Si seguía

así, tendría que comprarme un equipo nuevo de talla grande.

Sabía que si no controlaba el peso podía morir de desidia antes de

encontrar el Huevo. Y no podía consentir que me ocurriera algo así. Por eso,

movido por un impulso, había tomado la decisión voluntaria de instalar un

programa que me impedía el acceso a Oasis si antes no hacía gimnasia.

Y me había arrepentido casi en el acto.

A partir de ese momento, mi ordenador monitorizaba mis constantes

vitales y llevaba la cuenta del número exacto de calorías que quemaba en el

curso del día. Si no llegaba a los mínimos de ejercicio físico estipulado, el

sistema me impedía conectarme a mi cuenta de Oasis y, por tanto, no podía

trabajar, seguir con mi búsqueda ni, en la práctica, vivir mi vida. Una vez

adquirido el compromiso, no podías desactivarlo en dos meses. Y aquella

aplicación estaba vinculada a mi cuenta de Oasis, por lo que no podía,

simplemente, comprarme un ordenador nuevo ni alquilar una cabina en

algún café-Oasis público. Si quería conectarme, antes debía hacer ejercicio.

De todos modos, aquélla demostró ser la motivación que necesitaba.

La aplicación también controlaba mi ingesta diaria de calorías. Me

presentaba un menú variado a escoger, basado en alimentos hipocalóricos.

Una vez realizada la elección, el programa lo encargaba y los platos llegaban

a mi puerta. Como yo no salía nunca de mi apartamento, al programa le

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