Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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todos lo que vivíamos en este <strong>para</strong>íso terrenal, después de <strong>la</strong> llegada de<br />
los navegantes.<br />
Yo, que estaba acostumbrado a vagar por <strong>la</strong> sabana sin más ropa<br />
que un pedazo de guayuco, el cual sostenía lo que en <strong>la</strong> actualidad le<br />
l<strong>la</strong>man órgano sexual masculino, todo lo demás estaba al aire. Luego<br />
tuve que acostumbrarme a esa incómoda ropa que hacía sentirme como<br />
si estuviera en el mismo infierno de los cristianos. A partir de allí<br />
sudaba continuamente a borbotones; con esos trapos no podía <strong>la</strong>nzarme<br />
al río, como solía hacerlo con mi diminuta ropa. Además, esto<br />
conllevó a que muchos de nosotros se enfermara; ignorábamos que <strong>la</strong>s<br />
te<strong>la</strong>s había que <strong>la</strong>var<strong>la</strong>s. Luego, al igual que los navegantes, comenzamos<br />
a desprender un hedor simi<strong>la</strong>r a los mapurites salvajes.<br />
Pero si fue difícil <strong>para</strong> los hombres, mucho más complicado fue<br />
<strong>para</strong> <strong>la</strong>s mujeres; estas féminas no tenían porqué esconder lo que <strong>la</strong><br />
naturaleza les había dado. Pero fueron los conquistadores, aupados por<br />
los l<strong>la</strong>mados frailes —que de paso miraban lujuriosamente a nuestras<br />
indias— quienes obligaron a nuestras aborígenes a vestirse a <strong>la</strong> usanza<br />
de <strong>la</strong>s peninsu<strong>la</strong>res. Pobrecitas, cuánto debieron sufrir <strong>para</strong> acostumbrarse<br />
a esas horribles sayas españo<strong>la</strong>s. Pienso que todo fue por envidia<br />
de <strong>la</strong>s mujeres de los peninsu<strong>la</strong>res. Recuerdo <strong>la</strong> <strong>la</strong>scivia impregnada en<br />
los ojos de los recién llegados, cuando miraban los senos y <strong>la</strong>s nalgas<br />
desnudas de mis coterráneas.<br />
La cuestión de <strong>la</strong> religión no fue tan sencil<strong>la</strong>. Teníamos muchos<br />
dioses representados, algunos por bellos ídolos de piedra o madera: el<br />
dios Sol que nos daba <strong>la</strong> luz, <strong>la</strong> diosa Luna que algunas veces nos alumbraba<br />
<strong>la</strong>s noches oscuras, <strong>la</strong> diosa lluvia que nos rega<strong>la</strong>ba el agua <strong>para</strong><br />
regar <strong>la</strong>s cosechas, el dios del viento que nos quitaba el calor y a cada<br />
uno de ellos le pedíamos o le echábamos <strong>la</strong> culpa de lo sucedido. Es<br />
decir, dividíamos equitativamente el trabajo entre los diferentes dioses.<br />
El arribo de los navegantes complicó <strong>la</strong>s cosas. Nos inculcaron que<br />
había un solo Dios <strong>para</strong> todo; pueden creer mayor confusión <strong>para</strong> nosotros<br />
¿cómo una so<strong>la</strong> divinidad podía atender tantos problemas que<br />
afectaban nuestras tribus? Tenía que mandar lluvia <strong>para</strong> <strong>la</strong>s cosechas,<br />
curar enfermedades, ayudar al alumbramiento de los tripones, llenar<br />
los ríos de peces, enviarnos un poco de sol después de grandes chaparrones,<br />
entre otros. Siempre aseguré que era demasiado trabajo <strong>para</strong> un<br />
solo dios. Puede usted imaginarse lo difícil que fue <strong>para</strong> mí acostumbrarme<br />
a <strong>la</strong> nueva religión. Debo recordar que el conquistador llegó a <strong>la</strong><br />
JNNMJ<br />
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