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Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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JNSVJ<br />

La nacionalidad<br />

La conf<strong>la</strong>gración duró muchos meses. Se cerró formalmente <strong>la</strong><br />

frontera, pero los soldados de ambos bandos pasaban de un pueblo a<br />

otro, matando civiles y militares, saqueando, incendiando, vio<strong>la</strong>ndo a<br />

<strong>la</strong>s mujeres, quienes en algunos casos, podían ser su familia.<br />

La frontera sólo se habría cuando <strong>la</strong> Cruz Roja Internacional mediaba<br />

entre <strong>la</strong>s autoridades militares y civiles. Debía supervisar que <strong>la</strong>s<br />

personas del pueblo de allá y de acá, recogieran sin problemas los familiares<br />

muertos y heridos. Triste papel de un organismo humanitario.<br />

Crisóstomo y Enésimo integraban <strong>la</strong>s bandas musicales de ambos<br />

pueblos, éstas, por medio de himnos y marchas exaltaban en los jóvenes<br />

soldados el sentimiento patrio cuando caminaban hacia el campo enemigo,<br />

sin importar <strong>la</strong> entrega de sus vidas en aras de <strong>la</strong> nacionalidad.<br />

No había familia en ambos pueblos que no tuviera un pariente fallecido<br />

en los campos de batal<strong>la</strong>. Las ventas de armas y <strong>la</strong>s comisiones<br />

aumentaban, así como <strong>la</strong>s ganancias de los mercaderes de almas, todo<br />

ello a expensas de <strong>la</strong> sangre joven que se estaba derramando. Las discusiones<br />

y el parloteo entre los políticos se escuchaban con frecuencia por <strong>la</strong><br />

radio, los delegados en los organismos internacionales, según se podía<br />

leer en <strong>la</strong> prensa, discutían. A todo esto, se le sumaban los muertos y <strong>la</strong>s<br />

miserias de los pueblos, cuyos habitantes desconocían <strong>la</strong> causa de <strong>la</strong> pelea.<br />

Cierto día, en el fragor de <strong>la</strong> batal<strong>la</strong>, Onésimo marchaba tocando el<br />

tambor, marcaba el paso de los soldados. Se dirigía hacia el campo enemigo,<br />

vale decir al pueblo vecino, pero no en p<strong>la</strong>n de visita a su amigo<br />

Crisóstomo, sino en p<strong>la</strong>n de guerrear, en p<strong>la</strong>n de conquista. Se encaminaba<br />

hacia allá, simplemente porque lo habían mandado con el tambor<br />

que anunciaba los sonidos de <strong>la</strong> muerte. El camino hacia el pueblo de<br />

allá, que en otro tiempo olía a pastizales y a hermandad, ese día estaba<br />

impregnado de una mezc<strong>la</strong> de olores de sudor, pólvora, sangre, odio y<br />

miseria. Allí, en el campo de batal<strong>la</strong>, se encontró con muchos cadáveres<br />

de amigos y compañeros, con los cuerpos completamente muti<strong>la</strong>dos y<br />

destrozados. Cada repique de tambor iba acompañado de lágrimas y<br />

tristezas. Lloraba y marchaba hacia el objetivo y todavía no entendía <strong>la</strong><br />

razón de dicha guerra. Se preguntaba en voz alta:<br />

—¿Qué ocurrió? ¿Quién forjó tanto odio entre los moradores de<br />

estos dos pueblos hermanos donde compartimos tantas cosas? ¿Habrá<br />

creado Dios al hombre a su imagen y semejanza?<br />

Todas estas dudas le llegaban su mente, hasta que divisó tirado en el<br />

suelo el cornetín que conocía como si fuera de él. Al <strong>la</strong>do de éste observó

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