Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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JSVJ<br />
Siete cruces en Agua de Vaca<br />
caldos espirituosos, tal como lo hacía cuando libaba vinos de consagración<br />
durante el oficio de <strong>la</strong> misa. Después del postre y el café, siempre<br />
tomaba, como en un rito atávico, un exquisito licor <strong>para</strong> ayudar a digerir<br />
<strong>la</strong> opulenta comida.<br />
Todas <strong>la</strong>s vecinas de Agua de Vaca estaban orgullosas de <strong>la</strong> barriga<br />
del cura, dado el tributo de cada una de el<strong>la</strong>s a <strong>la</strong> conformación de esa<br />
enormidad. Pero <strong>la</strong> última vez que lo vi, lo noté un poco enfermo, como<br />
si su respiración fal<strong>la</strong>ra. Presentaba los síntomas de <strong>la</strong> mayoría de los<br />
obesos. Le comuniqué mi preocupación al sacerdote, pero él agarró con<br />
<strong>la</strong>s dos manos <strong>la</strong> prominente barriga y dijo, con cierta donosura: “Esta <strong>la</strong><br />
mandó Dios”. Lo observé alejándose, moviéndose de <strong>la</strong>do y <strong>la</strong>do, porque<br />
sus débiles piernas no podían soportar el peso de <strong>la</strong> enorme panza.<br />
En <strong>la</strong> narrativa, Crispinita dijo que, el día de <strong>la</strong> misa de c<strong>la</strong>usura de<br />
<strong>la</strong> fiesta de <strong>la</strong> Virgen, el cura estaba enga<strong>la</strong>nado con su enorme y limpia<br />
sotana <strong>para</strong> oficiar el acto sagrado. Como parte de <strong>la</strong> liturgia normal de<br />
una misa, el sacerdote debe arengar un sermón. Comenzó a criticar a<br />
Abelcaín: su muerte se debió a <strong>la</strong> convivencia con el pecado. Por todos<br />
era sabido, que uno de los pecados capitales es <strong>la</strong> avaricia. Después continuó<br />
con María de los Ángeles; <strong>la</strong> condenó, a manera de buen pastor,<br />
al último infierno por desafiar <strong>la</strong> ira de Dios con <strong>la</strong> lujuria. Iba a continuar<br />
con el discurso, en ese instante, todos notaron que <strong>la</strong> voz se le fue<br />
apocando, sus respiraciones se distanciaron y el color de <strong>la</strong> piel se le<br />
tornó violeta, simi<strong>la</strong>r a <strong>la</strong> del italiano a <strong>la</strong> hora de <strong>la</strong> muerte. En ese preciso<br />
momento, el padre Anselmo cayó de bruces, como si un rayo celestial<br />
le hubiese partido el corazón. Crispinita se percató cuando se apretó<br />
el pecho con <strong>la</strong> mano asida al crucifijo. Todo el mundo escuchó el farfullo<br />
del cura en los estertores de <strong>la</strong> muerte: “Perdóname, Dios mío, si he<br />
pecado”.<br />
Agua de Vaca había perdido su amado guía espiritual y no había<br />
nadie en el pueblo que oficiara una misa de difuntos. No podían permitirse<br />
el abandono <strong>para</strong> siempre de esta tierra del buen sacerdote, sin<br />
que lo acompañara <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra sagrada a <strong>la</strong>s puertas de San Pedro.<br />
Crispinita contó, que el<strong>la</strong> tuvo una idea. La rezandera fue a <strong>la</strong> casa<br />
parroquial y buscó una túnica del padre Anselmo, aquel<strong>la</strong> de <strong>la</strong> época de<br />
cuando el cura estaba recién llegado. Para esa temporada el buen abate<br />
estaba algo canijo. Se colocó <strong>la</strong> sotana y dijo a los feligreses que el<strong>la</strong> misma<br />
oficiaría <strong>la</strong> misa, a sabiendas de que el Vaticano prohibía tales prácticas<br />
a <strong>la</strong>s mujeres. Crispinita, con el apoyo de <strong>la</strong> feligresía —quien no