Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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JPRJ<br />
La santidad de Críspu<strong>la</strong><br />
éxtasis y una aureo<strong>la</strong> dorada le rodeó <strong>la</strong> linda cabecita. La germana<br />
observó con detenimiento, ordenó al coro angelical que cal<strong>la</strong>ra mientras<br />
que Críspu<strong>la</strong> permanecía estática, atascada en esa nota. Así duró<br />
casi seis minutos, hasta que se desmayó y quedó <strong>para</strong>lizada. Se acabó el<br />
canto, finalizó <strong>la</strong> misa y todos los feligreses reunidos en el lugar sagrado<br />
gritaron, incluso yo, “¡Mi<strong>la</strong>gro!” Recogieron a Críspu<strong>la</strong>, <strong>la</strong> llevaron a <strong>la</strong><br />
sacristía. En ese preciso momento sentí que mi amor por el<strong>la</strong> se hacía<br />
cada vez más distante.<br />
Gracias a Dios, Críspu<strong>la</strong> se recuperó del estado de arrebato y continuó<br />
<strong>la</strong>s actividades religiosas: asistía a <strong>la</strong>s misas vespertinas y dominicales,<br />
se confesaba tres veces al día y luego, venían verdaderos actos de<br />
contrición. También, noté nuevamente, su presencia en el coro de <strong>la</strong><br />
iglesia, gracias a <strong>la</strong>s atenciones que frau Freeda le proporcionó.<br />
Mira, Benavides, cada día estaba más distante de santa Críspu<strong>la</strong>,<br />
así comencé a l<strong>la</strong>mar<strong>la</strong>. La santidad ap<strong>la</strong>staba el amor terrenal. Estaba<br />
convencido de que <strong>la</strong>s cosas de Dios sólo le pertenecen a Él y <strong>la</strong> santita,<br />
era un objeto destinado al Señor y no a un simple mortal como yo.<br />
Benavides, <strong>la</strong>s cosas en el pueblo seguían iguales con <strong>la</strong> diferencia<br />
que en Críspu<strong>la</strong> <strong>la</strong> santidad se agrandaba más y más, parece que se graduaría<br />
de beata con <strong>la</strong>s mejores calificaciones. Lo piadoso se convirtió<br />
en <strong>la</strong> cotidianidad. Asistía al cura Valverde en bautizos y matrimonios;<br />
llevaba pa<strong>la</strong>bras de aliento a los enfermos de gravedad y acompañaba a<br />
<strong>la</strong> última morada aquellos que dejaban de ser. Muchas veces, <strong>la</strong> veía<br />
escoltando al curita con <strong>la</strong> Biblia, <strong>la</strong> cual siempre cargaba bajo el brazo.<br />
Iban al pueblo vecino <strong>para</strong> llevar una guía espiritual a los desam<strong>para</strong>dos.<br />
Los muertos del pueblo contaban siempre con <strong>la</strong> compañía de <strong>la</strong><br />
santa. El<strong>la</strong> dirigía <strong>la</strong>s oraciones del rosario, <strong>para</strong> que el alma del difunto<br />
llegara en sana paz a <strong>la</strong>s puertas de San Pedro. Si los emolumentos eran<br />
buenos, el cura Valverde podía obsequiarle al difunto una despedida<br />
con el coro de <strong>la</strong> iglesia. No te lo voy a negar, Benavides; aprendí todos<br />
los responsos de los muertos, acudía asiduamente a los velorios y novenarios.<br />
Cuando sabía que <strong>la</strong> santita iba a <strong>la</strong> casa de un finado, allí estaba<br />
yo como su primer fan; observando, como cada día Dios atraía hacia el<br />
cielo mi gran amor. Fue <strong>para</strong> esa época cuando intenté suicidarme: mi<br />
único interés era oír, aunque fuese desde el más allá, <strong>la</strong> voz angelical de<br />
Críspu<strong>la</strong> y que el<strong>la</strong> acompañara mis despojos a <strong>la</strong> última morada. Pensé<br />
tirarme al río, pero recordé que sabía nadar. Te juro, Benavides, que<br />
también ideé tomarme un poco de esperma derretida, pero mamá me