Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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hombres. Tampoco, tenía predisposición a ninguno de los vicios que
caracterizan al gentilicio tercermundista, los cuales resaltaban en su
esposa. Ambos, con la intención de aproximar las dos culturas, la oriental
y la tropical del nuevo mundo, decidieron casarse. Como en los
cuentos de hadas, decidieron tener muchos hijos y vivir muy felices para
toda la vida. Todo lo anterior reza textualmente en los expedientes.
Parece ser, que el intento de crear un nuevo grupo étnico —como
afirmaría un sociólogo— tropicalizada-japonesa, fue imposible durante
mucho tiempo, porque el japonés y mi madre, a pesar de practicar
todas las posiciones de la cópula de unos ardiente recién casados, el
fruto de ese gran amor no aparecía. Era probable que el mundo o el destino
no estuvieran preparados para esta nueva especie humana. Pero la
tozudez del japonés era comparable a la de un español; pudo más que el
destino y los designios de Dios, nuestro Señor. Su perseverancia ayudó
a que ambos recurrieran a los llamados especialistas del amor: siquiatras,
sexólogos, entre otros, con la finalidad de recibir orientación que
permitiera darle a la humanidad tan codiciado mestizaje; en otras palabras,
que los ayudaran en el arte de hacer bebés. Estos, los especialistas,
le recomendaron pastillas, inyecciones y las más difíciles posiciones,
similares a las que aparecen en un longevo texto de la India, titulado el
Kamasutra. Fue en una de esas posturas, cuando mi madre, bajo los
efectos de los efluvios etílicos, se fracturó una pierna. Así consta en los
expedientes.
Muchos fueron los intentos para obtener el codiciado fruto del
amor, pero el destino fue implacable con la pareja; el japonés no logró la
siembra de la semilla. Los médicos, descubrieron lo que luego se transformó
en una tragedia: el nipón, a pesar de ser un singador empedernido,
era impotente. Muchas veces, mientras permanecía en la clínica
para resolver su problema, lo introducían en un baño privado, donde
había revistas pornográficas, para que, practicando el viejo vicio de
Onán, entregara en un recipiente el producto de sus eyaculaciones
manuales. Repitió varias veces el procedimiento; debía poner en manos
de los especialistas un frasquito que contenía su simiente. El oriental
empezó a notarse un poco agotado, de tanto trabajo manual para extraer
de su entrañas el codiciado líquido perlino. Para que de esta manera,
mediante un espermatograma, se estudiaran los millones de bichitos
que se movían en su líquido seminal. Pero nada, los espermatozoides del