Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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que guardo en <strong>la</strong> biblioteca. Nos alejamos con una despedida afectuosa,<br />
reiterándole <strong>la</strong> promesa de leer el re<strong>la</strong>to del novel ingeniero.<br />
“Nací en un pueblo olvidado situado muy próximo a una hermosa<br />
costa. A estas p<strong>la</strong>yas sólo se llega por vía marítima, bien por barco o por<br />
<strong>la</strong>ncha”.<br />
Así comienza <strong>la</strong> historia de Andrés Octavio. En verdad, todos sus<br />
condiscípulos sabíamos que él provenía de un pueblito muy lejano.<br />
Vino a <strong>la</strong> capital <strong>para</strong> vivir con unas tías solteronas y a estudiar puesto<br />
que en su terruño no había un liceo.<br />
“Cuando tengo <strong>la</strong> posibilidad de recordar los sucesos que ocurrieron<br />
a mi alrededor, acude a <strong>la</strong> memoria <strong>la</strong> existencia de una estatua<br />
colocada en <strong>la</strong> p<strong>la</strong>za, frente a <strong>la</strong> iglesia del pueblo. Ésta, era colmada de<br />
todo tipo de veneración y respeto por parte de los habitantes del lugar<br />
donde nací”. Andrés Octavio continuó de esta manera <strong>la</strong> historia y,<br />
<strong>para</strong> no transcribir al pie de <strong>la</strong> letra todo lo re<strong>la</strong>tado, trataré de hacer un<br />
resumen de los aspectos más resaltantes.<br />
Parece ser, que <strong>la</strong> estatua llegó al pueblo en <strong>la</strong> época de <strong>la</strong> Colonia.<br />
Por alguna extraña razón, una goleta que pasó cerca de <strong>la</strong> costa de <strong>la</strong><br />
tierra natal de Andrés Octavio, descargó y <strong>la</strong> abandonó en ese <strong>para</strong>je<br />
donde estaba establecido un pequeño caserío. Allí residía un grupo de<br />
aborígenes y un fraile en función catequizadora.<br />
“El adusto misionero pidió a los indígenas el tras<strong>la</strong>do de <strong>la</strong> estatua<br />
frente a <strong>la</strong> choza que fungía como iglesia, en espera de que otra goleta<br />
viniera a rescatar<strong>la</strong>. Esta parte de <strong>la</strong> Historia recoge el origen del objeto<br />
abandonado, que se difundió, por vía oral, entre los primeros habitantes<br />
de mi pueblo”.<br />
La tal<strong>la</strong> de piedra, según <strong>la</strong> descripción del autor del re<strong>la</strong>to, tenía <strong>la</strong><br />
forma de un hombre de más o menos dos metros de altura, montado<br />
sobre un pedestal en actitud hierática. La cabeza, erguida hacia el cielo,<br />
estaba cubierta por un hermoso yelmo, <strong>la</strong> mano derecha agarraba una<br />
<strong>la</strong>nza y <strong>la</strong> izquierda asía un escudo. Este último mostraba en bajorrelieve,<br />
un manojo de espigas de trigo, un caballo y un libro abierto.<br />
“Todas <strong>la</strong>s mañanas el clérigo se acercaba a <strong>la</strong> estatua, <strong>la</strong> miraba<br />
con cierta extrañeza profiriendo con desdén <strong>la</strong>s siguientes pa<strong>la</strong>bras:<br />
“Vanitas, vanitatum, et omnia vanitas” (vanidad de vanidades y todo<br />
vanidad). Nuestros aborígenes, quienes de <strong>la</strong>tín no conocían una letra,<br />
interpretaron que nuestro misionero rendía cierta pleitesía a <strong>la</strong> estatua,<br />
tal y como ellos lo hacían con los antiguos ídolos; por lo tanto, también<br />
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