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Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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La muerte de mi gran amor<br />

muestra de sentimiento del entorno familiar. Mi hija corrió al baño, en<br />

busca de un trozo de papel higiénico <strong>para</strong> secar con cuidado el torrente<br />

acuoso que seguía emanando de mis <strong>la</strong>grimales. Esto ocurrió, después<br />

que <strong>la</strong>s dos primeras gotas abrieran el camino, provocando que mis abultados<br />

cachetes tomaran en color purpurado y adquirieran un sabor<br />

sa<strong>la</strong>do. A pesar de mi estado de ánimo, recordé, a pesar de los p<strong>la</strong>ñidos de<br />

<strong>la</strong> familia, que <strong>la</strong> edad de mi bel<strong>la</strong> hija menor era siete años y <strong>la</strong> del varón,<br />

doce. Si se suman estas dos edades resulta diecinueve y al multiplicar por<br />

dos —dos hijos—, resulta treinta y ocho. Esto confirmaba nuevamente<br />

que este número era el oráculo que anunciaba una nueva vida.<br />

Celebré el cumpleaños dentro del ambiente íntimo de mi hogar:<br />

cantaron <strong>la</strong> consabida canción de siempre, partí <strong>la</strong> torta, repartí <strong>la</strong>s<br />

velitas y brindamos con champaña chileno, anhe<strong>la</strong>ndo una vida feliz a<br />

los integrantes de <strong>la</strong> familia. La emoción por <strong>la</strong> máquina ofrecida mantenía<br />

mi corazón ansioso, hasta que mi esposa nos invitó al estudio<br />

donde esperaba <strong>la</strong> gran sorpresa. Mi mujer oscureció mis ojos con un<br />

pañuelo y fui conducido a <strong>la</strong> biblioteca, agarrado de <strong>la</strong>s manos de mis<br />

dos hijos. Allí estaba el coroto que cambiaría mi vida.<br />

Una vez dentro del estudio fui despojado del pañuelo. Abrí los ojos<br />

lentamente <strong>para</strong> recibir <strong>la</strong> sorpresa con lentitud. Al tenerlos abiertos, <strong>la</strong><br />

vi, ahí estaba, sentí su presencia desde el momento que llegué a <strong>la</strong><br />

biblioteca y sabía que esta máquina también deseaba que yo fuera su<br />

dueño. La única exc<strong>la</strong>mación que se me ocurrió, como una explosión<br />

de alegría, fue gritar “¡Carajo qué belleza!”.<br />

Me acerqué con ojos libidinosos, deseaba ver tal maravil<strong>la</strong> de <strong>la</strong><br />

tecnología moderna. Le puse <strong>la</strong> mano con cierta sensualidad; acariciaba<br />

<strong>la</strong> pantal<strong>la</strong> cual mujer de linda cabellera. No debía confesarlo, pero creo<br />

que sentí cierta excitación en mi parte íntima al posar mi dedo en <strong>la</strong> fina<br />

tec<strong>la</strong>. La computadora constaba del monitor o pantal<strong>la</strong>, el fino tec<strong>la</strong>do,<br />

un cajón pequeño que contenía el cerebro de <strong>la</strong> máquina y una impresora,<br />

esta última, hacía a mi vieja “Olimpia”, como un Ford modelo T,<br />

al <strong>la</strong>do de <strong>la</strong>s nuevas maravil<strong>la</strong>s mecánicas-electrónicas que estaban<br />

saliendo al mercado. Agarré <strong>la</strong> vieja máquina, <strong>la</strong> introduje dentro de su<br />

caja, le puse una etiqueta donde escribí RIP y junto a el<strong>la</strong>, iban los benditos<br />

“típex” y el antihigiénico líquido borrador.<br />

Comenzó el proceso de entrenamiento. Para poder progresar en el<br />

manejo de <strong>la</strong> computadora, como debía cumplir con el trabajo, tenía que

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