Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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Mientras María del Valle pensaba en todo esto, Juan casi se moría de miedo, empezó a vomitar debido a los hedores que él mismo exhalaba de un cuerpo tembloroso; el muchacho se mantenía como clavado en el mismo lugar. Su mano le sangraba de apretar con reciedumbre el crucifijo que tenía en una de ellas. El poseso, seguía contorneándose y su piel cambiaba de colores como el camaleón, pasaba del tono rojo al verde y después adquirió el color grisáceo, el color de los muertos cuando no tienen a nadie que los llore. De inmediato, se escuchó una voz que parecía que venía de ultratumba: —María del Valle, las cincuenta y seis morocotas son tuyas, están enterradas al pie de la mata de mango que está en la casa de Rosa María, mi última mujer. Recuerda que debes ahora cumplir y me entregarás el alma del bautizado, en caso contrario traeré a mi lado uno de tus hijos. A María del Valle, quien había recostado a Juan en el catre de don Cristancho, le retumbaron en sus oídos las palabras del poseso; éstas las tomó casi como una sentencia. El hombre, parecía agotado por el esfuerzo de venir del mundo de los espíritus al mundo terrenal. La mujer observó la cara gris del iluminado, que en medio de la borrachera y la posesión parecía más muerto que vivo; de pronto le vino una gran idea. En tono solemne y decidido le dijo a don Tomás: —Tienes ya el cuerpo, te regalo su alma a cambio de las morocotas. Cuando María del Valle culminó sus palabras, don Cristancho abrió los ojos impregnados de terror y con un dolor muy grande trató de levantar los brazos, pero no pudo; procuró pararse y notó que ninguna de las extremidades le respondía. Intentó oír, pero no escuchó, pretendió ver pero no veía y fue en ese momento que comprendió que estaba muerto. A don Cristancho, en los estertores de la muerte sólo se le escuchó gritar, antes de morir, entre sollozos y maldiciones: —María del Valle, puta, coño de tu madre. Chas, chas, chas... —Ya llegamos —dijo María del Valle— échale tierra y recemos los dos por el alma de don Cristancho y la de don Tomás. Ya, bajando por la colina, de regreso a su rancho y contando las monedas de oro dentro de su delantal, se detuvo un momento y mirando hacia la bahía, observando su mar, parecía contarle sus secretos, luego se escuchó un susurro: JOOOJ `ìÉåíçë é~ê~ Åçåí~ê
—Qué vaina don Cristancho, tenías que morir para que yo viviera. Detrás de ella venía Juan, solo, escuchaba un sonido, el ritornelo del ir y venir de las olas. Fijaba sus ojos en la mano, contemplando la marca de la cruz que le había quedado en su palma. JOOPJ El iluminado de San Sebastián
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