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Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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«He recorrido muchos países en <strong>la</strong> búsqueda de algo que no sé qué<br />

es. Pienso que si logro saber lo que busco y lo consigo, perdería parte<br />

del interés por vivir. No sé cuándo ni dónde voy a morir, pero <strong>la</strong> frontera<br />

entre <strong>la</strong> vida y <strong>la</strong> muerte es muy difusa. No he podido descifrar si <strong>la</strong><br />

muerte es parte de <strong>la</strong> vida, o <strong>la</strong> vida es parte de <strong>la</strong> muerte —me informó<br />

que sabía que su óbito lo esperaba en alguna parte de su recorrido, que<br />

en muchas oportunidades había retado al hombre de <strong>la</strong> guadaña y<br />

estaba seguro que moriría en el momento justo. Esto era muy complicado<br />

<strong>para</strong> mi cerebro y pensaba que eso debía ser lo que los letrados o<br />

intelectuales l<strong>la</strong>man Filosofía.<br />

La vida fue pasando y el francés ya no se preocupaba por su moto.<br />

Lo advertía muy a gusto en el pueblo y se bañaba casi todos los días, sin<br />

tener que ser supervisado. El cariño que le profesaron los yuquenses<br />

hacia el amigo de otras tierras, iba creciendo, en <strong>la</strong> misma medida que<br />

aumentaba <strong>la</strong> curiosidad de saber qué había venido a buscar este hombre<br />

a El Martillo.<br />

Era frecuente ver a Idelfonso conversando en una de <strong>la</strong>s esquinas<br />

del pueblo. Sus char<strong>la</strong>s se podían escuchar cuando el sol deposita su<br />

ardor al poniente y comienza <strong>la</strong> brisa serena a presagiar los primeros<br />

resp<strong>la</strong>ndores de <strong>la</strong> luna. Era <strong>la</strong> hora cuando el céfiro vespertino refresca<br />

a los habitantes del pueblo. En ese momento los yuquenses sacaban <strong>la</strong>s<br />

sil<strong>la</strong>s fuera de sus casas y se daba inicio a <strong>la</strong>s pláticas nocturnas de sus<br />

moradores. Era manifiesto, que todos los vecinos querían que dicha<br />

noche se <strong>la</strong> dedicara a su familia. Por tal razón, se estableció un horario<br />

de visitas durante todo el año, con <strong>la</strong> finalidad de evitar disputas por <strong>la</strong>s<br />

tertulias del francés. Era que nuestro estimado galo se había convertido<br />

en parte del patrimonio y del acervo histórico y cultural de El Yunque.<br />

Este hombre era un pedazo de nuestro pueblo, como lo era <strong>la</strong> gallera, el<br />

ateneo, <strong>la</strong> iglesia colonial; es decir, el francés pertenecía a El Yunque y<br />

eso nadie lo ponía en duda. A su <strong>la</strong>do nos sentíamos como los griegos<br />

en el Areópago, sentados frente a <strong>la</strong> luz, escuchando <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra sabia<br />

de P<strong>la</strong>tón.<br />

Pero en <strong>la</strong> guerra y en el amor todo vale, eso dice un viejo proverbio<br />

anónimo. Como manteníamos una guerra fría con nuestros vecinos,<br />

estos también tenían sus tácticas. Es que ni <strong>la</strong> CIA, ni el FBI tenían <strong>la</strong>s<br />

habilidades de los martillenses <strong>para</strong> el espionaje. Permanentemente<br />

había en nuestro pueblo un espía, un sicofante, un agente secreto,<br />

presto <strong>para</strong> cualquiera felonía a cambio de un buen estipendio. Todas<br />

JNPRJ<br />

Diálogos con el vividor

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