Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

que sin el peligro de cometer errores, permitan describir fielmente todo
lo que vi, escuché y sentí. Pero bien, como tengo que relatar la experiencia,
utilizaré el recurso de la palabra escrita, un poco para aproximarme
a lo que allí contemplé en ese mes de mayo. Al apartar un poco
el matorral que estorbaba la visión y para satisfacer la curiosidad,
observé dos objetos, mezcla de mortales y divinidades. Parecía que
hubiese abierto un libro de mitología griega o un libro de arte romano;
tenía enfrente una mujer negra completamente desnuda acariciando
un bello caballo blanco. Tal visión parecía una sinfonía sin melodía;
ésta sonaba sólo para mis oídos. Toqué mis carnes, las pellizqué porque
creí estar muerto o estar soñando; tales formas no pertenecen a la
Tierra, debían ser dioses del Olimpo quienes por alguna equivocación
deambulaban por este lugar.
Tomaré el abuso de describir tan bellas formas y digo abuso, porque
los dioses no pueden ser descritos con la prosa de un simple mortal,
sin cometer una apostasía. En fin, permítanmelo cometerlo.
Ella, negra, totalmente desnuda; esto permitía resaltar su piel azabache
tersa, lozana y brillante como un ébano pulido. El primor de
mujer permanecía de pie acariciando un bello corcel blanco. Los rayos
de Sol que llegaban a su cuerpo reflejaban la luz de manera uniforme,
envolviéndolo con un resplandor brillante, como el aura dorada emanada
de un arca, en cuyo interior existiera un gran tesoro. Sus piernas,
dos columnas de ébano perfectamente talladas por ángeles del cielo,
éstas le daban seguridad y el hieratismo de un par de alabastrinas
columnas griegas, pero muy bien contorneadas. Los senos duros y turgentes,
como frutas maduras; tan grandes como atraer la mirada de
cualquier mortal y suficientemente pequeños como para sentirse cautivado
ante semejante belleza. Los pezones, rosados y diminutos estaban
coronados por una preciosa aureola, estos daban la impresión de apuntar
hacia el horizonte de la sábana. En fin, toda ella: el vientre, los glúteos
y brazos estaban tallados con una perfección no humana, con la
tersura de los pétalos de una rosa. Todo ese cuerpo culminaba con una
corona embellecida con una sola joya preciosa: su linda y bella cara.
Puedo afirmar que tuve enfrente, en ese momento, la Diosanegra.
Describamos, ahora, al hermoso caballo blanco. Blanco como las
nubes, como las brumas de las olas; así también imaginaba la blancura
de la nieve, la cual conocía por fotografías. La albura del bello corcel
contrastaba armoniosamente con la negritud de la Diosanegra. La crin
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