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Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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dos niños que tenían los ojos como un semáforo, se fue a nipo<strong>la</strong>ndia con<br />

toda <strong>la</strong> carga de ira. Si hubiese tenido <strong>la</strong> posibilidad, iniciaría un ataque a<br />

Perl Harbor <strong>para</strong> comenzar <strong>la</strong> tercera guerra mundial y tener de esta<br />

manera una justificación <strong>para</strong> aniqui<strong>la</strong>r esta república. Mediante una<br />

conf<strong>la</strong>gración, se vengaría de <strong>la</strong> nación tercermundista, cuyos habitantes<br />

habían tenido <strong>la</strong> osadía de acometer un ultraje contra uno de los hijos del<br />

Imperio de Sol. Según <strong>la</strong> tradición ninja, <strong>la</strong>s afrentas al honor se <strong>la</strong>van<br />

con sangre enemiga. Una carta que envió su hermano, el dueño de los<br />

cubitos de semen que fueron a <strong>para</strong>r a <strong>la</strong> poceta, informó que el japonés<br />

fue hal<strong>la</strong>do muerto en su nueva residencia con todas sus vísceras reventadas.<br />

No fue que se practicó el harakiri, me imagino que el diagnóstico<br />

médico diría: “Muerte por arrechera fuerte”. Toda esta información <strong>la</strong><br />

conocí quince años después, cuando logré traducir <strong>la</strong> carta, de quien pudo<br />

ser nuestro padre biológico y dueño de los ahogados cubitos de semen.<br />

Esto se produjo luego de <strong>la</strong> invasión de los japoneses a mi país.<br />

A mi madre <strong>la</strong> botaron de <strong>la</strong> empresa, <strong>la</strong> execraron de todos los<br />

grupos económicos nipones y de <strong>la</strong>s empresas que tenían trato con ellos;<br />

hasta le prohibieron que adquiriera artículos de alta tecnología japonesa,<br />

tales como: cámaras fotográficas, carros, computadoras, entre otros.<br />

Tengo en mis manos una lista de artículos que contemp<strong>la</strong> esta prohibición;<br />

son como ciento veintitrés productos. Durante mucho tiempo<br />

paseó en un bello coche de fabricación nacional —no quería vio<strong>la</strong>r lo<br />

establecido por los nipones— a sus morochitos, cuyos ojos parecían un<br />

arbolito de Navidad encendido.<br />

Nuestra madre murió, mejor dicho se suicidó, cuando nosotros<br />

teníamos cinco años. Ningún hombre se le acercaba. La miraban, luego<br />

nos veían y cuando el<strong>la</strong> afirmaba que nuestro padre era un japonés, <strong>la</strong><br />

creían loca; otros pensaban que era una aberrada sexual y <strong>la</strong> tenían<br />

como una mujer promiscua, portadora de enfermedades venéreas, de<br />

SIDA y de todos los males inimaginables. Nuestra progenitora no<br />

pudo soportar el ludibrio de sus congéneres. Las vergüenzas y <strong>la</strong> deshonra<br />

le fue imposible de sobrellevar y por ello decidió practicarse el<br />

harakiri tropical. No concebía que fuera considerada como un súcubo,<br />

un engendro de Satán. Se <strong>la</strong>nzó al vacío desde el piso veinticinco de un<br />

superbloque. El silencio y <strong>la</strong> soledad de su sepultura son testigos de su<br />

inocencia; víctima de <strong>la</strong>s circunstancias y de <strong>la</strong> alta tecnología de <strong>la</strong><br />

ingeniería genética.<br />

JOPOJ<br />

`ìÉåíçë é~ê~ Åçåí~ê

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