Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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`ìÉåíçë é~ê~ Åçåí~ê<br />
El partido final se realizó el día de culminación de <strong>la</strong> fiesta de <strong>la</strong><br />
Virgen. Ya habían jugado el tercer tiempo y ambas oncenas llevaban un<br />
gol cada una. Faltando dos segundos <strong>para</strong> cerrar el partido, en el último<br />
segundo, el hijo de Cheíto metió un soberano gol el cual hizo que el italiano<br />
quedara <strong>para</strong>lizado. Crispinita dijo haberlo visto todo. Garibaldi,<br />
observó con rabia cuando el guardameta de los Cóndores dejó entrar <strong>la</strong><br />
bo<strong>la</strong>. El italiano exc<strong>la</strong>mó un soberano “cara”. No pudo completar el “jo”<br />
porque éste lo atragantó, como una manzana en su garganta, a tal grado,<br />
que no lo dejaba respirar. Los intentos <strong>para</strong> revivirlo fueron vanos. Su<br />
cara había pasado por todos los colores del arcoíris, del verde hasta el<br />
violeta. Cuando toda <strong>la</strong> piel tomó ese color, nos dimos cuenta que<br />
Garibaldi había abandonado el mundo de los vivos. El padre Anselmo<br />
corrió hacia el moribundo, le colocó sobre los <strong>la</strong>bios <strong>la</strong> cruz que llevaba<br />
en el cordón de <strong>la</strong> cintura y le administró <strong>la</strong> extremaunción. El partido lo<br />
ganaron “Los Tiburones de Agua de Vaca”.<br />
La fiesta de <strong>la</strong> Virgen había sido de arduo trabajo <strong>para</strong> el padre<br />
Anselmo y <strong>para</strong> Crispinita. El primero, oficiando <strong>la</strong>s misas de cuerpo<br />
presente de los difuntos y <strong>la</strong> segunda, dirigiendo los rosarios del velorio y<br />
de los novenarios. Contó <strong>la</strong> rezandera que <strong>la</strong> sentencia de el<strong>la</strong> no tuvo<br />
equívoco y, como un juez con un martillo, evocó ese momento: “Garibaldi<br />
Mancini sucumbiste ante <strong>la</strong> ira”. Yo hubiese dicho que murió de<br />
una arrechera, pero <strong>la</strong> esposa del italiano —refirió <strong>la</strong> rezandera— dio<br />
otro fallo, más contundente: “A mio marido se lo llevó <strong>la</strong> putana”.<br />
Capítulo 7: El gran sibarita<br />
Crispinita re<strong>la</strong>tó, que todas <strong>la</strong>s vecinas de Agua de Vaca miraban<br />
con regocijo <strong>la</strong> prominente barriga mostrada por el padre Anselmo.<br />
Digo regocijo, porque, incluso el<strong>la</strong>, era coautora del crecimiento de <strong>la</strong><br />
andorga del sacerdote. Porque tal como lo hacían con Abelcaín, no en<br />
<strong>la</strong> cantidad ni en <strong>la</strong> calidad, <strong>la</strong>s mejores viandas iban a <strong>para</strong>r en <strong>la</strong> mesa<br />
del abate. Entre el<strong>la</strong>s competían <strong>para</strong> demostrar que <strong>la</strong>s recetas de una<br />
eran mejores que <strong>la</strong>s de <strong>la</strong>s otras. El religioso, <strong>para</strong> no herir <strong>la</strong>s susceptibilidades<br />
de sus feligresas ingería todas <strong>la</strong>s comidas. Está de más decir,<br />
que los desayunos, almuerzos y cenas eran pantagruélicos, sin dejar de<br />
acompañarlos con un delicado vino de cosecha. En ello no era nada<br />
nacionalista, repantigábase en una buena sil<strong>la</strong> <strong>para</strong> disfrutar de un buen<br />
Chablís francés, un buen Barolo italiano, un Rioja español. En fin, su<br />
pa<strong>la</strong>dar estaba pre<strong>para</strong>do <strong>para</strong> catar, degustar y digerir esos buenos