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Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'

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momento <strong>la</strong> turgencia y <strong>la</strong> dureza de los senos se hizo mayor y en los<br />

ojos, espejo del alma, advertí <strong>la</strong> satisfacción, pues sus negras pupi<strong>la</strong>s se<br />

di<strong>la</strong>taban y se contraían en un arrebato de p<strong>la</strong>cer.<br />

El caballo comprendió todo lo que sucedía; permaneció inmóvil y<br />

esperó que <strong>la</strong> Diosanegra hiciera una breve presión con los pies sobre<br />

sus ijares. Era <strong>la</strong> hora, <strong>la</strong> Diosa había completado el rito del amor. Fue<br />

en ese mismo instante cuando el corcel preguntó:<br />

—Diosa ¿hacia dónde vamos? ¿Cuál ruta seguimos?<br />

La Diosanegra continuaba imponente, mirando siempre hacia el<br />

horizonte; como si le hab<strong>la</strong>ra a <strong>la</strong> naturaleza, sin dirigir <strong>la</strong> pa<strong>la</strong>bra a<br />

alguien en especial, expresó:<br />

—Corre, mi bello corcel, corre sin rumbo fijo, sigue por donde no<br />

existan trochas ni caminos, sigue <strong>la</strong> dirección del viento y corre hacia<br />

donde nace <strong>la</strong> luz, corre hacia <strong>la</strong> libertad.<br />

El caballo no esperó más, se irguió en <strong>la</strong>s patas traseras, en espera<br />

del abrazo de <strong>la</strong> amada en el cuello. El<strong>la</strong> se aferró a <strong>la</strong> crin, cual fémina<br />

radiante de amor. El brioso animal arrancó, trotando lentamente, cuidando<br />

el sensible cristal que se posaba sobre su lomo. Se alejaron a paso<br />

firme. Desde lejos quise diferenciar al caballo de <strong>la</strong> mujer y pude notar<br />

una única figura, observaba un solo ser en busca del goce y de los p<strong>la</strong>ceres<br />

de <strong>la</strong> libertad, únicamente miraba una forma… <strong>la</strong> Diosacaballonegra.<br />

Pasados muchos mayos, regresé por los mismos <strong>para</strong>jes en busca<br />

de <strong>la</strong> soledad y <strong>la</strong> tranquilidad de <strong>la</strong> que había disfrutado años atrás.<br />

Cuál sería mi sorpresa que en <strong>la</strong> mitad de <strong>la</strong> sabana encontré nuevamente,<br />

aquel bello corcel b<strong>la</strong>nco. Lo aprecié más viejo y cansado, curtido<br />

por el sol y <strong>la</strong> arena. Me acerqué con mucho cuidado y respeto <strong>para</strong><br />

contemp<strong>la</strong>rlo de cerca. El caballo permaneció en su sitio, desentendido<br />

de mi presencia, pasé <strong>la</strong> mano por su cuello y le mesé <strong>la</strong> <strong>la</strong>rga crin; aproveche<br />

<strong>para</strong> preguntarle:<br />

—Caballo..., caballo, ¿qué pasó con <strong>la</strong> Diosacaballonegra? —como<br />

por acto reflejo, al oír<strong>la</strong> nombrar irguió el cuello, colocó <strong>la</strong>s cuatro patas<br />

en actitud imponente tratando de imitar aquel joven y bello corcel que<br />

había conocido hace años. Los ojos se dirigieron hacia el horizonte de <strong>la</strong><br />

sabana tratando de buscar alguna figura, pero no dio respuesta alguna.<br />

De nuevo pregunté:<br />

—¿Qué pasó con <strong>la</strong> Diosacaballonegra?<br />

JPMJ<br />

`ìÉåíçë é~ê~ Åçåí~ê

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