Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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JNNRJ<br />
Longevo americano<br />
título: “el Ciudadano Esc<strong>la</strong>recido” o como también se le conoce “el León<br />
de Payara”, se enemistó con el creador de <strong>la</strong> patria. Por un decreto<br />
dec<strong>la</strong>raba “de ahora en ade<strong>la</strong>nte no seremos más colombianos, continuaremos<br />
siendo venezo<strong>la</strong>nos”. Yo, un indio ignorante, había olvidado<br />
cómo ser venezo<strong>la</strong>no, por lo tanto, tuve que ponerme nuevamente a<br />
practicar el gentilicio que por muchos años conocí.<br />
Se dan cuenta ustedes lo dificultoso que es vivir tanto tiempo.<br />
¿Cómo haría usted <strong>para</strong> resolver todo esos problemas de identidad<br />
nacional? Pero no crean que <strong>la</strong> cosa terminó en este período.<br />
Viví durante muchos años con el orgullo de ser venezo<strong>la</strong>no, eso sí,<br />
nos <strong>la</strong> pasábamos peleándonos entre nosotros. Cada año surgía un caudillo<br />
que decía que era más nacionalista que el otro, hasta que acabaron<br />
con buena parte del país. La patria se vio nuevamente sumergida en <strong>la</strong><br />
barbarie y en <strong>la</strong> miseria, con <strong>la</strong> seguridad de que manteníamos el<br />
orgullo de <strong>la</strong> nacionalidad.<br />
Todo marchó perfectamente mal, entre <strong>la</strong> barbarie y <strong>la</strong> miseria de<br />
los lugareños. Hasta que apareció en nuestra historia un caudillo, educado<br />
en París. El nuevo abanderado informó que lo único bueno era lo<br />
que provenía de <strong>la</strong> Ciudad Luz. Fue entonces cuando nos afrancesamos.<br />
Nuestra sociedad, pródiga en el arte de atraer hacia sus conspicuos<br />
miembros un buen mecate, le endilgó al refinado caudillo el título<br />
del “Ilustre Americano”. Se repite nuevamente lo de los títulos <strong>para</strong><br />
engrandecer <strong>la</strong> obra de tan excelso personaje.<br />
“El Ilustre” no fue mezquino en <strong>la</strong> decoración de <strong>la</strong> ciudad —de<br />
acuerdo a los moldes parisinos—. Tuvo el tupé de construir su propio<br />
arco de triunfo, emu<strong>la</strong>ndo al que observó en <strong>la</strong> ciudad, donde había<br />
pasado gran parte de su vida. Nuestra sociedad, novelera y frasquitera no<br />
tardó en tomar <strong>para</strong> sí <strong>la</strong>s orientaciones francesas: tanto de <strong>la</strong> moda, arte,<br />
gastronomía que venía del otro <strong>la</strong>do del Atlántico. Ya no se tomaba<br />
“leche de burra”, sino <strong>la</strong> espumosa “champaña” y al chocar <strong>la</strong>s copas no<br />
se decía salud sino santé. Ya no se empatucaba el pan con mantequil<strong>la</strong>,<br />
sino con el delicioso foie-gras. Fue tal nuestra novelería que adoptamos<br />
en nuestro idioma lo que los intelectuales de <strong>la</strong> lengua l<strong>la</strong>man galicismo.<br />
No decíamos señor ni señora; ahora en nuestro léxico aparecieron<br />
“madan” y “mesié” respectivamente; no se daban <strong>la</strong>s gracias, ahora se<br />
decía “mersí”, al mesonero lo l<strong>la</strong>maban “garzón”; cuando tropezábamos<br />
con alguien le decíamos “pardon” en vez de perdón, al queso derretido le