Cuentos para contar - Editorial 'El perro y la rana'
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muy amplia. Con solo marcar una tec<strong>la</strong>, tenía acceso a toda una gama<br />
de información, poniéndome en contacto con una serie de condiscípulos<br />
estudiosos y amantes de <strong>la</strong> música. En fin, puedo afirmar que<br />
estas maravillosas máquinas moldearon mi carácter y mis sentimientos.<br />
Mis juegos fueron muy animados. Con <strong>la</strong> computadora podía crear<br />
lo que deseaba, obteniendo <strong>la</strong>s mejores imágenes virtuales, con el<strong>la</strong>s<br />
podía interactuar. Algunas veces, mediante el correo electrónico podía<br />
hacer partícipe de mis momentos de esparcimiento a algún internauta<br />
con <strong>la</strong>s mismas inquietudes mías. Mediante esta máquina, yo podía<br />
decidir qué era lo que quería jugar y, además, poseía un inmenso arsenal<br />
de programas de juegos, los cuales podía compartir con los amigos virtuales.<br />
Sin embargo, mis actividades lúdicas duraron poco tiempo de<br />
acuerdo con lo establecido en el programa educativo.<br />
En <strong>la</strong> medida que crecía, estaba convirtiéndome progresivamente<br />
en un genio musical, tal como lo p<strong>la</strong>nificado desde mi nacimiento. La<br />
mayor ilusión después de cumplir mis dieciocho años, al igual que los<br />
jóvenes contemporáneos, era convertirme en un donador sano de espermatozoide.<br />
Comía y vivía, de acuerdo con el programa de vida establecido<br />
por los estudiosos de <strong>la</strong> genética —estaba prohibido salirse de <strong>la</strong><br />
p<strong>la</strong>nificación—. Cada uno de los músicos era poseedor de unos códigos,<br />
ello implicaba seguir un modo de vida adecuado, acorde con lo proyectado<br />
y <strong>la</strong>s necesidades del país.<br />
En el momento de mi creación, se estaba gestando, de igual manera,<br />
el de <strong>la</strong> futura madre de mis hijos. Era obligatorio que <strong>la</strong> clínica le<br />
informara a mi progenitora que había una cliente, una señora muy sana,<br />
quien <strong>la</strong> estaban pre<strong>para</strong>ndo <strong>para</strong> <strong>la</strong> concepción de una niña, cuya tendencia<br />
genética era hacia <strong>la</strong> literatura. Ésta había sido <strong>la</strong> solicitud de <strong>la</strong><br />
demandante del servicio. De esta manera, si se llegaran a unir un espermatozoide<br />
del varón —quiere decir el mío—, y un óvulo de <strong>la</strong> hembra<br />
—<strong>la</strong> que se estaba gestando—, se obtendría una mezc<strong>la</strong> compatible,<br />
cuya genética sería, <strong>la</strong> de un superdotado en <strong>la</strong>s disciplinas literarias y<br />
musicales. Un producto de gran carga humanística, necesaria <strong>para</strong><br />
nación en un futuro no muy lejano.<br />
Imagino que mi madre y <strong>la</strong> otra señora, cuyo nombre era Higinia<br />
25, firmaron un contrato de concepción. De esta manera, quedaba<br />
asegurada <strong>la</strong> herencia genética de <strong>la</strong>s dos familias, eso sí, bajo <strong>la</strong> supervisión<br />
del Estado. No cabía <strong>la</strong> menor duda, todo lo re<strong>la</strong>tivo a <strong>la</strong> procreación<br />
estaba a cargo de <strong>la</strong> clínica a <strong>la</strong> cual se le había encomendado <strong>la</strong><br />
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