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SAN AGUSTIN. OBRAS

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hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme"<br />

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y<br />

treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.<br />

CAPITULO XII<br />

29. Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a<br />

resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma,<br />

resorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable.<br />

Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos;<br />

mas reprimido por todos nosotros, calló. De ese modo era también reprimido aquello que<br />

había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con la voz juvenil, la voz del corazón, y<br />

callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas<br />

lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los<br />

que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto<br />

del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por<br />

su fe no fingida y otros argumentos ciertos 39 .<br />

30.¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había<br />

causado el romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir<br />

juntos?<br />

Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en<br />

esta su última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba<br />

piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la<br />

menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro,<br />

este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso,<br />

porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y<br />

despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.<br />

31. Reprimido, pues, que hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a<br />

cantar -respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor 40 .<br />

Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y<br />

mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo,<br />

retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente<br />

dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este<br />

lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes<br />

me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.<br />

Mas en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto<br />

y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente<br />

me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el<br />

semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba<br />

sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de<br />

suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor<br />

con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.<br />

32. Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin<br />

soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella<br />

el sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser<br />

depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, sino que todo el<br />

día anduve interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que<br />

sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo creo, para que fijase bien en la<br />

memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que<br />

no se alimentan ya de vanas palabras.<br />

Asimismo me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño<br />

(bálneo, en latín) venía de los griegos, quienes le llamaron bálanion (= arrojar), por creer<br />

que arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí -lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de<br />

los huérfanos! 41 que, habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de<br />

bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.<br />

Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando

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