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SAN AGUSTIN. OBRAS

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prohibiesen sus sacrificios. Todas las cuales, sin duda, nos las<br />

atribuyeran si tuvieran entonces, o noticia de nuestra religión, o<br />

les prohibiera así sus sacrílegos sacrificios. Después manifestaré<br />

cuáles<br />

fueron sus costumbres y por qué causa quiso, el verdadero Dios -en<br />

cuya mano están todos los imperios- ayudarles para acrecentar el<br />

suyo, y cómo en nada favorecieron los que ellos tenían por<br />

sus dioses, antes por el contrario, cuánto daño les causaron con sus<br />

engaños. Últimamente, hablaré contra los que, refutados y convencidos<br />

con argumentos insolubles, procuran defender la<br />

adoración de los dioses, no por la utilidad que se saca de ellos en<br />

vida, sino por la que se espera después de la muerte. En la cuestión<br />

si no me engaño, habrá mucho más en que entender, y será<br />

digna de que se trate con mayor esmero, de modo que en ella vengamos<br />

a disputar contra los filósofos, y no cualesquiera, sino contra los<br />

que entre ellos son de mejor fama y nombre, y concuerdan<br />

en muchas cosas con nosotros; es a saber, en la inmortalidad del<br />

alma, en que el verdadero Dios creó al mundo y en la admirable<br />

Providencia con que gobierna todo lo que creó; mas porque es<br />

justo que los refutemos también en los puntos que opinan contra<br />

nosotros, no dejaré tampoco de dar satisfacción a esta parte, para<br />

que, refutadas las impías contradicciones conforme a las fuerzas que<br />

Dios me diere, presentemos la Ciudad de Dios y la verdadera religión,<br />

mediante la cual se nos promete con verdad la eterna bienaventuranza.<br />

Así con esto concluyo este libro, para que lo que<br />

tenemos dispuesto lo comencemos en un nuevo libro.<br />

LIBRO SEGUNDO<br />

DEGRADACIÓN DE ROMA ANTES DE CRISTO<br />

CAPITULO PRIMERO<br />

Del método que se ha de observar al exponer este tratado<br />

Si el pervertido y estragado corazón del hombre no se atreviera<br />

comúnmente a oponerse a la razón y a la verdad sólida y evidente,<br />

sino que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina sana, como<br />

a medicina, hasta que con los auxilios de Dios, y mediante la fe de<br />

la religión y de una piedad edificante recobrara la salud, no<br />

tendrían necesidad de emplear muchas razones los que sienten bien y<br />

declaran lo que entienden con palabras convenientes vara convencer y<br />

destruir cualquier error de los que opinan vanamente lo contrario.<br />

Mas porque en la presente época la dolencia más<br />

incurable y más contagiosa de las almas necias es aquella con que sus<br />

discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento, aun después de<br />

haberle dado una instrucción tal cual está obligado a<br />

suministrar un hombre a otro, o de pura ceguedad, que les impide ver<br />

aun los objetos más perceptibles, o por tenaz obstinación, que le<br />

impele a no admitir aun aquello mismo que registran sus ojos,<br />

defienden sus temerarios caprichos como si fueran la misma razón y<br />

verdad, es fuerza que en la mayor parte de las materias que hayan de<br />

proponerse seamos algo extensos, aun en los asuntos por<br />

su esencia evidentes, como si las propusiéramos, no a los que tienen<br />

ojos para verlas, sino a los que andan a tientas y a ojos cerrados,<br />

para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin tendría la disputa<br />

d a qué límites habrían de ceñirse las expresiones si hubiéramos de<br />

contestar siempre a los que nos responden? Porque aquellos que no<br />

pueden entender lo que decimos, o son tan inflexibles por la<br />

repugnancia de sus juicios, que, aun dado el caso que lo perciban, no<br />

quieren desistir de su tenacidad, responden como dice la Escritura:<br />

Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de

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