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SAN AGUSTIN. OBRAS

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LIBRO TERCERO<br />

CALAMIDADES DE ROMA ANTES DE CRISTO<br />

CAPITULO PRIMERO<br />

De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha<br />

padecido el mundo mientras adoraba a los dioses<br />

Ya me parece que hemos dicho lo bastante de los males de las<br />

costumbres y de los del alma, que son de los que principalmente nos<br />

debemos guardar y cómo los falsos dioses no procuraron<br />

favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no fuese oprimido<br />

con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo<br />

su esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta<br />

decir de los males que éstos no quieren padecer, como son el hambre,<br />

las enfermedades, la guerra, el despojo de sus bienes, ser cautivos y<br />

muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que<br />

apuntamos ya en el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen<br />

por calamidades, no siendo ellas las que, los hacen malos; ni tienen<br />

pudor (entre las Cosas buenas que alaban) en ser malos los<br />

mismos que las engrandecen, y más les pesa una mala silla donde<br />

descansar que mala vida, como si fuera el sumo bien del hombre tener<br />

todas las cosas buenas fuera de sí mismo. Pero ni aun de<br />

estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus dioses<br />

cuando libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos<br />

y lugares padecía el linaje humano innumerables e<br />

increíbles calamidades antes de la venida de nuestro redentor<br />

Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos adoraba todo el Universo, a<br />

excepción del pueblo hebreo y algunas personas de fuera de este<br />

mismo pueblo, dondequiera que por ocultó y justo juicio de Dios<br />

merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser<br />

demasiado largo omitiré los gravísimos males de todas las demás<br />

naciones, y sólo referiré lo que pertenece a Roma y al romano<br />

Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y todo lo que las<br />

demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o<br />

sujetas a su dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo,<br />

cuando ya pertenecían, por decirlo así, al cuerpo de su República.<br />

CAPITULO II<br />

Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo<br />

modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya<br />

Primeramente la misma Troya o Ilion, de donde trae su origen el<br />

pueblo romano (porque no es razón que lo omitamos o disimulemos, como<br />

lo insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo y<br />

adorando unos mismos dioses, ¿por qué fue vencida, tomada y asolada<br />

por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el juramento que<br />

quebrantó su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y<br />

Neptuno sirvieron a Laomedonte por jornal, pues aseguran les prometió<br />

pagarles su trabajo y que se lo juró falsamente. Me causa admiración<br />

que Apolo, famoso adivino, trabajase en una obra tan<br />

grande, y no previese que Laomedonte no había de cumplirle lo<br />

pactado; aunque no era justo que tampoco Neptuno, su tío, hermano y<br />

rey del, mar, ignorase las cosas futuras, pues a éste le<br />

introduce Homero presagiando gloriosos sucesos de la descendencia de<br />

Eneas, cuyos sucesores vinieron a ser los que fundaron a Roma,<br />

habiendo vivido, según dice el mismo poeta, antes de la<br />

fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube,<br />

como dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte,<br />

trastornar desde los fundamentos los muros de la fementida<br />

Troya que había fabricado con sus manos, como confiesa Virgilio. No<br />

sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que Laomedonte<br />

les había de negar el premio de sus tareas, edificaron

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