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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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corrigiendo la edición reciente del diccionario de la Real Academia, que nos<br />

había llegado por esos días. Era su ocio favorito desde que encontró un error<br />

casual en un diccionario inglés, y mandó la corrección documentada a sus<br />

editores de Londres, tal vez sin más gratificación que hacerles un chiste de los<br />

nuestros en la carta de remisión: «Por fin Inglaterra nos debe un favor a los<br />

colombianos». Los editores le respondieron con una carta muy amable en la<br />

que reconocían su falta y le pedían que siguiera colaborando con ellos. Así fue,<br />

por varios años, y no sólo dio con otros tropiezos en el mismo diccionario, sino<br />

en otros de distintos idiomas. Cuando la relación envejeció, había contraído ya<br />

el vicio solitario de corregir diccionarios en español, inglés o francés, y si tenía<br />

que hacer antesalas o esperar en los autobuses o en cualquiera de las tantas<br />

colas de la vida, se entretenía en la tarea milimétrica de cazar gazapos entre<br />

los matorrales de las lenguas.<br />

El bochorno era insoportable a las doce. El humo de los cigarrillos de ambos<br />

había nublado la poca luz de las dos únicas ventanas, pero ninguno se tomó el<br />

trabajo de ventilar la oficina, tal vez por la adicción secundaria de seguir<br />

fumando el mismo humo hasta morir. Con el calor era distinto. Tengo la suerte<br />

congénita de poder ignorarlo hasta los treinta grados a la sombra. Alfonso, en<br />

cambio, iba quitándose la ropa pieza por pieza a medida que apretaba el calor,<br />

sin interrumpir la tarea: la corbata, la camisa, la camiseta. Con la otra ventaja<br />

de que la ropa permanecía seca mientras él se consumía en el sudor, y podía<br />

ponérsela otra vez cuando bajaba el sol, tan aplanchada y fresca <strong>com</strong>o en el<br />

desayuno. Ese debió ser el secreto que le permitió aparecer siempre en<br />

cualquier parte con sus linos blancos, sus corbatas de nudos torcidos y su duro<br />

cabello de indio dividido en el centro del cráneo por una línea matemática. Así<br />

estaba otra vez a la una de la tarde, cuando salió del baño <strong>com</strong>o si acabara de<br />

levantarse de un sueño re<strong>para</strong>dor. Al pasar junto a mí, me preguntó:<br />

—¿Almorzamos?<br />

—No hay hambre, maestro —le dije. La réplica era directa en el código de la<br />

tribu: si decía que sí era porque estaba en un apuro urgente, tal vez con dos<br />

días de pan y agua, y en ese caso me iba con él sin más <strong>com</strong>entarios y<br />

quedaba claro que se las arreglaba <strong>para</strong> invitarme. La respuesta no hay

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