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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Sucre sin dejar rastro desde el año anterior. La cuenta de la pachanga la<br />

asumió la orquesta hasta el amanecer.<br />

Mi recuerdo más ingrato es el de una cantina sombría de Puerto Berrío, de<br />

donde la policía nos sacó a golpes de garrote a cuatro pasajeros, sin dar<br />

explicaciones ni escucharlas, y nos arrestaron bajo el cargo de haber violado a<br />

una estudiante. Cuando llegamos a la <strong>com</strong>andancia de policía ya tenían entre<br />

rejas y sin un solo rasguño a los verdaderos culpables, unos vagos locales que<br />

no tenían nada que ver con nuestro buque.<br />

En la escala final, Puerto Salgar, había que desembarcar a las cinco de la<br />

mañana vestidos <strong>para</strong> las tierras altas. Los hombres de paño negro, con<br />

chaleco y sombreros hongo y los abrigos colgados del brazo, habían cambiado<br />

de identidad entre el salterio de los sapos y la pestilencia del río saturado de<br />

animales muertos. A la hora del desembarco tuve una sorpresa insólita. Una<br />

amiga de última hora había convencido a mi madre de hacerme un petate de<br />

corroncho con un chinchorro de pita, una manta de lana y una bacinilla de<br />

emergencia, y todo envuelto en una estera de esparto y amarrada en cruz con<br />

los hicos de la hamaca. Mis <strong>com</strong>pañeros músicos no pudieron soportar la risa<br />

de verme con semejante equipaje en la cuna de la civilización, y el más<br />

resuelto hizo lo que yo no me hubiera atrevido: lo tiró al agua. Mi última visión<br />

de aquel viaje inolvidable fue la del petate que regresaba a sus orígenes<br />

ondulando en la corriente. El tren de Puerto Salgar subía <strong>com</strong>o gateando por<br />

las cornisas de rocas en las primeras cuatro horas. En los tramos más<br />

empinados se descolgaba <strong>para</strong> tomar impulso y volvía a intentar el ascenso<br />

con un resuello de dragón. A veces era necesario que los pasajeros se bajaran<br />

<strong>para</strong> aligerarlo del peso, y remontar a pie hasta la cornisa siguiente. Los<br />

pueblos del camino eran tristes y helados, y en las estaciones desiertas sólo<br />

nos esperaban las vendedoras de toda la vida que ofrecían por la ventanilla del<br />

vagón unas gallinas gordas y amarillas, cocinadas enteras, y unas papas<br />

nevadas que sabían a gloria. Allí sentí por primera vez un estado del cuerpo<br />

desconocido e invisible: el frío. Al atardecer, por fortuna, se abrían de pronto<br />

hasta el horizonte las sabanas inmensas, verdes y bellas <strong>com</strong>o un mar del

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