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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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estos desastres <strong>para</strong> no olvidar que un personaje no se inventa de cero, <strong>com</strong>o<br />

quise hacerlo con Natanael. Por fortuna la imaginación no me dio <strong>para</strong> llegar<br />

tan lejos de mí mismo y, por desgracia, también era un convencido de que el<br />

trabajo literario tenía que pagarse tan bien <strong>com</strong>o pegar ladrillos, y si<br />

pagábamos bien y puntuales a los tipógrafos, con más razón había que<br />

pagarles a los escritores.<br />

La mejor resonancia que teníamos de nuestro trabajo en Crónica nos llegaba<br />

en las cartas de don Ramón a Germán Vargas. Se interesaba por las noticias<br />

menos pensadas y por los amigos y hechos de Colombia, y Germán le<br />

mandaba recortes de prensa y le contaba en cartas interminables las noticias<br />

que prohibía la censura. Es decir, <strong>para</strong> él había dos Crónicas: la que hacíamos<br />

nosotros y la que le resumía Germán los fines de semana. Los <strong>com</strong>entarios<br />

entusiastas o severos de don Ramón sobre nuestros artículos eran nuestra<br />

avidez mayor.<br />

Entre las varias causas con que quisieron explicarse los tropiezos de Crónica, y<br />

aun las incertidumbres del grupo, supe por casualidad que algunos los<br />

atribuían a mi mala suerte congénita y contagiosa. Como una prueba mortal se<br />

citaba mi reportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual<br />

quisimos conciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro<br />

definitivo. Cuando me enteré de mi fama indigna ya estaba muy extendida<br />

entre los clientes del Japy. Desmoralizado hasta el tuétano la <strong>com</strong>enté con<br />

Germán Vargas, que ya la conocía, <strong>com</strong>o el resto del grupo.<br />

—Tranquilo, maestro —me dijo sin la menor duda—. Escribir <strong>com</strong>o usted<br />

escribe sólo se explica por una buena suerte que no la derrota nadie.<br />

No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestas<br />

de la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sé<br />

por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro<br />

carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron<br />

los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el<br />

cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un<br />

aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El

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